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lunes, 17 de enero de 2011

LUNA

La llamaron Luna y nació una noche de primavera. Era inquieta como la brisa que acompañó su nacimiento en la tarde y cálida como el sol que alumbraba el paritorio donde su madre, después de unas largas horas exhaló un grito ahogado de júbilo para que las batas verdes y blancas que la rodeaban no se distrajeran de su tarea. Luego, después de un rato de comprobaciones para pesarla, medirla y lavarla, se quedaron solas en una habitación, ninguna de las dos pasó una buena noche. Luna seguía inquieta y a la madre le habían puesto tan mal la anestesia que el parto dolió como cualquier otro, sin embargo, sus piernas quedaron laxas e incapaces de ponerse en pie en aquellas horas de necesidades primarias para ambas.
A la mañana siguiente pudo enderezarse para ir a arrullarla y la meció entre sus brazos.
Luna creció igual que nació, inquieta, aprendió a sonreír muy pronto cautivando con sus grandes ojos expectantes a todo aquel que osase mirarla. Como nada le parecía suficientemente divertido buscaba sin parar actividades con las que entretenerse y así aprendió muy pronto a atarse sus zapatitos de invierno. Descubrió el placer de encontrarse libre de todas las ropas que su madre le ponía para evitar sus constipados continuos, aprendió a encontrar y quitar después, cualquier adorno que llevase en el pelo y también supo enseguida, correr hacía los brazos abiertos de aquellas personas que en algún momento le hubiesen mostrado cariño.
Luna no era una niña sobresaliente en la escuela, estaba reñida con las operaciones matemáticas y con los ejercicios memorísticos. Entre sus habilidades estaba la lectura, la escritura y el baile: fandangos, seguidillas o sevillanas...pero hasta de eso, que tan bien hacía, se aburrió en algún momento de su vida. Quizá fue en esa época en la que empezaron a abrirse las grietas entre ella y su madre. Luna nunca comprendió los motivos que la llevaban a increparle mientras se sentaba a su lado repitiendo ¡no prestas atención, no prestas atención! y lejos de tomarle gusto al estudio compartido, huyó como alma que lleva el diablo, estrenando así la parte difícil de sus vidas, la parte en la que ella ocultaba y la madre intentaba averiguar, la parte en que las horas en el parque empezaron a hacerse minutos, la parte en la que los silencios daban paso a los sermones, la parte en que la tozudez por ambas partes ganó la partida a la ternura.
Lo peor o lo mejor de todo es que Luna y su madre se querían tanto como chocaban y la relación de amor-rechazo se hizo la dueña de sus momentos.
Un día sin que ninguna se diese cuenta, entró de puntillas lo ajeno y allí encontraron las dos un hueco particular, feliz y lleno de expectativas. Desde entonces se reúnen en la intersección entre ambos mundos, justo en ese lugar en el que el sol forma un círculo invisible, a veces iluminado y otras presidido por la oscuridad más absoluta. Se besan, se abrazan y se cuentan cosas, todo porque en el fondo de sus corazones persiste el anhelo de mantener el estrecho vínculo que nació una tarde de castañuelas a pesar de ser la tarde en la que cortaron el cordón umbilical que las unía.

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