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domingo, 10 de abril de 2011

De refranes y otras paranoias

Un día normal, pero menos. Domingo en la mañana. Abrió los ojos a la luz y esbozó una sonrisa, tenía que ser este un bonito día de primavera, un día especial, distinto, sobre todo tenía que ser un día en el que pese a todo no se entristeciera ni un segundo y nada, absolutamente nada haría mudar su semblante sonriente.
Como debía ser un día distinto, se levantó sin dudar un segundo y al cabo de un rato, salió a la calle, se dirigió a la Iglesia, aunque no fuera para oír misa, que eso le daba lo mismo, el fin era estar un ratito en silencio, dando gracias por multitud de cosas que consideraba había que estar agradecidos. Compró pan más tarde y volvió por la acera donde daba el sol que era temprano y soplaba el vientecito mañanero y fresco. No llegó a cantar en alto, o tal vez si, no recuerda, pero su corazón estaba cantarín y ya en casa, haciendo unos deberes, escuchó, por casualidad un especial de Silvio Rodriguez. Vaya, qué curioso, esas melodías la transportaban a otro tiempo, qué nostalgia más bella; su madre llegó a aprender bien todas aquellas canciones que sus hermanos y ella tarareaban sin descanso, y mira que las letras no eran nada fáciles, que a veces hasta el estribillo era diferente. Qué bueno poder disfrutar de una bella melodía mientras haces lo que te gusta y el sol entra por la ventana... pero como la vida tiene esas cositas, a partir de mediodía, y aún estando el sol presente y la brisa de primavera, se sucedieron una serie de detalles que contra todo pronóstico, al menos hoy, le cambiaron el semblante y eso que ella se lo propuso hasta aburrir. Ese refrán del hombre propone y Dios dispone, le cayó hoy fatal y así se sucedió la tarde, entre la azotea y la silla, ahora tiendo, ahora escribo, ahora miro el reloj, ahora leo, ahora recojo la ropa, ahora medito y así, se fue el tiempo ¡qué pena! con la sonrisa semiperdida en la maraña de pensamientos que, otros días, no tan especiales, también llegan a visitarla y sin pedir permiso se apoderan de su espacio, como aquella VISITA INESPERADA, que llegó y dejó su huella en la salita de espera aún después de haberse marchado, como otros días debajo del roble mirando como el cielo pasa de azul claro a azul oscuro sin pasar por los colores intermedios.
Llegó la noche y se recompuso, a fuerza de voluntad propia porque le gusta más ese otro refrán que dice: No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista. Menos mal.

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