Dicen que en un bolso de mujer hay tantas cosas que es imposible saber cuántas y para qué están ahí.
Llegó el verano y
quedó atrás el bolso negro de loneta, todas las cosas, que no eran tantas como
las de la mujer del tópico, pasaron a un bolso de tela india en tonos cobrizos, adornada con espejitos minúsculos.
Eso creía, que
todas las cosas importantes habían ido a parar allí, sin embargo, hoy, en un
intento de rescatar el verano, esparció las cosas del bolso sobre el sofá, para
sentir el olor del mar e impregnarse de salitre. Para aspirar el perfume de la
piel estival. Para caminar con los ojos cerrados por las calles de los lugares
en las que, detenidos, se besaban.
Se entretuvo en
cada objeto asociándole un recuerdo, pero... porque siempre hay un pero,
percibió la ausencia de un pequeño papel, uno plegado y mil veces doblado donde
rezaba el futuro que un día le predijera una runa.
No sabía porque había creido ciegamente en él en ese momento de su vida, tal vez fuera porque necesitaba desesperadamente que algo la conmoviese.
No sabía porque había creido ciegamente en él en ese momento de su vida, tal vez fuera porque necesitaba desesperadamente que algo la conmoviese.
Recogió una a una sus pertenencias mientras desfilaban por su mente un sinfín de pensamientos que
corroboraban que no le hacía falta encontrar aquel amuleto porque se había
superado con creces lo vaticinado aquella mañana de domingo, mientras paseaba
bajo el sol amable de otoño, por un colorido mercadillo medieval.
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