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lunes, 25 de febrero de 2013

COSME


 Se sentó en una silla de enea, en el patio de su casa. Nunca se había fijado en la cantidad de macetas que tenían. Se paró a contemplar cada flor y sintió la necesidad de tocar aquellos pétalos que parecían de terciopelo. Se levantó a hurtadillas, mirando a un lado y otro como si fueran a pillarlo en alguna travesura infantil y pasó la yema de su dedo índice por el rojo intenso de la flor de aquella planta de la que desconocía su nombre.
Vio como una abeja se posaba tranquila sobre una flor amarilla, de tonos anaranjados y extasiado contempló su vuelo pausado.
Su vida también era ahora pausada y no sabía cómo enfrentarla.
En ese instante estaba solo en la casa. Hacía mucho que su mujer había prescindido de su compañía. Tanto lo esperó que acabó por desesperar. Un día era el trabajo regular, otro día era el trabajo extraordinario y otro día era el trabajo por el trabajo. Acudía a casa muy tarde, cansado, irritado, hermético y abstraído.
Ninguna conversación le motivaba lo suficiente para intervenir en ella. Ningún plan le parecía lo suficientemente bueno como para alterar el ritmo de su vida laboral.
Ella, cansada de comprender y estar para cuando llegara, cansada de no encontrar un gesto ni una palabra con la que se sentirse querida y valiosa, optó por mirar hacia otro lado y dedicarse a vivir.
Ahora, en este preciso instante, mientras Cosme estaba sentado entre las flores. Ella estaba en la calle, de compras, tomando café con amigas y tal vez también, amigos. Ella que tantas veces hubiera querido sentarse en aquel patio con él para mostrarle los progresos de sus plantas, hoy no estaba.
Cosme miró hacia atrás. Se vio joven, con planes de futuro, enamorado de una mujer a la que quiso complacer y mantener. A la que quiso dar una buena vida, que nada le faltara a ella ni a sus hijos.
Se vio entre los compañeros de trabajo, primero de obrero, después de encargado. Se vio y por más que buscó en sus recuerdos, no pudo ver otra cosa que no fuera ese lugar donde dejó el grueso de las horas de su vida.
Se removió en su silla al darse que cuenta de que muy pocas cosas a parte de esa habían conformado su vida.
Sabía más de cualquier compañero de trabajo que de su propia familia. Se enteraba tarde de las cosas, si es que se enteraba. No recordaba el año en que nacieron sus hijos y siempre tenía que preguntar a su mujer, en qué curso estaban o qué estudiaban.
Ahora que se había jubilado no sabía qué hacer con su tiempo.
 Primero se encerró en si mismo durante muchos días. Se quedaba en la cama hasta muy tarde, tan tarde que la comida hacia las veces de desayuno. Anochecido ya daba una vuelta por un parque cercano, pero no le veía el sentido a ese paseo. Escuchaba la radio a través de unos auriculares pero la mitad del tiempo pensaba en qué haría ahora que no tenía nada que hacer.
Pasada esa racha de abatimiento, Cosme pensó que tendría que  reponerse, el siempre había sido un hombre fuerte. Optó por ir a un salón de jubilados, pero se sintió fuera de sitio. No podía estar horas y horas sin hacer nada más que mover unas fichas de dominó o barajar un mazo de cartas. En ese tiempo bebió, bebió tanto que tuvo serios problemas de salud. Se cayó dos veces en la calle y a pique estuvo de abrirse la cabeza.
Cosme que había desperdiciado su vida pero no era tonto, decidió que ese tampoco era el camino.
Intentó hablar con su mujer pero encontró frente a él la personificación del vacío y el desamor. Intentó pasar tiempo con sus hijos, pero ellos habían planificado siempre su vida sin él porque muchas veces quisieron que estuviera y nunca se cumplieron sus deseos.
Intentó hablar con sus amigos pero sus verdaderos amigos fueron los de la juventud, aquellos con los que compartió  juergas y mujeres, aquellos que estuvieron en la época en que no tenían ninguna responsabilidad que no fuera la de obediencia y respeto a sus padres.
Sus amigos, o estaban muertos, o tenían una vida.
Alguno de ellos, más por pena que por verdadera convicción quedó con él para tomar un chato de vino. A la vuelta de una hora y después de recordar lo vivido en aquel tiempo, el tema de conversación se había terminado. No había nada más. Las cosas en común terminaban en el año en que por distintas circunstancias dejaron de verse.
Cosme con el dedo aún sobre el pétalo de la flor,  pensó en que era hora de recuperar todo lo que no vivió durante los años en que le absorbió el trabajo, como si el trabajo fuera darle a cambio otra cosa que no fuera disgustos y falta de salud.
Se levantó con la dificultad del que está un tiempo largo en cuclillas, se apretó fuertemente la cintura a nivel de los riñones y contuvo el quejido.
Se encaminó a su habitación y rellenó una maleta con cosas básicas. A penas tres o cuatro cosas necesarias para mantener su higiene personal. Cogió su cartilla del banco. Ni siquiera se cambió de ropa. No dejó nota alguna.
Salió a la calle como el que va al gimnasio, con una bolsa de mano y se encaminó a la estación.
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Después de recorrer en tren muchos pueblos y ciudades Cosme se sintió un hombre nuevo porque se había encontrado a sí mismo.
Fue consciente de todo el mal que había hecho y sobre todo, del mal que se había hecho a sí mismo.
Supo que jamás podría recuperar los años perdidos ni el amor que un día sintiera por aquella mujer que hoy le miraba como si fuera un desconocido.
Entendió que sus hijos no lo necesitaran.
Lo más importante de todo este largo trayecto que llevaba durando sesenta y siete años, fue que por fin supo qué hacer con su tiempo. No fue tan simple descubrirlo pero ahora había encontrado la respuesta. Había que disfrutarlo. Era el regalo que quizá no se merecía por haberlo desperdiciado tantas veces pero estaba de nuevo ahí y era para él.

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