La miró con
tanta delicadeza que ella apenas se dio cuenta. Sin embargo, al cabo del tiempo,
lo supo. Él conocía cada detalle y cada gesto de su rostro. Sabía de cada
pliegue y de cada minúscula mancha en su piel, del tamaño de su cintura y del de sus manos. Sabía
cuánto tenía que abrir los brazos para rodear sus caderas y como de pequeños
eran sus pies. Sabía incluso de sus heridas, de sus miedos e inquietudes sin
que ella, aún, se las hubiese mostrado
explícitamente. Sabía que, para recuperar la paz que un día perdiera, sería infinito el número de besos que debía darle cuando
aquella mañana se posó justo a su lado con las alas rotas. Sabía además que no
fue casualidad pues él también la esperaba.
Todo esto lo
supo ella después.
En el
instante en que este prodigio ocurrió, no podía hacer otra cosa que no fuera
dejarse acariciar por su voz cálida. Lo había echado tanto de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario