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lunes, 25 de noviembre de 2013

JUGO DE VIDA

Cuando tuvo en la mano el último gajo de la naranja, reparó en que desde que la cogió del frutero habían pasado treinta años.
Eran las cuatro de la tarde, ya debería haber entrado en el instituto, sin embargo, su amiga hizo que se entretuvieran más de la cuenta.
Hablaban sobre los minutos musicales de aquel mediodía, de una canción de Alan Parsons que sonaba muy bien. Hablaban de poesía y de chicos, aquellos que habían conocido un día en las escaleras, cuando iban al laboratorio de Química.
Hablaban de todo y de nada porque apresuradas y llenas de risa, la vida les salía por la piel y era tan difícil controlar el tiempo en sus relojes.
Aquella naranja tenía el sabor del sol de invierno, el color de los balones de playa y el sabor incitante de la música en las fiestas de los sábados de primavera.
Su amiga no quiso compartirla con ella, se acababa de lavar los dientes.
A mitad del camino, media naranja.
Charlaba dentro de un coche, de música no, de trabajo, de hijos, de anécdotas del pasado. Su amiga ya no lo era tanto, pero estaba presente en sus conversaciones. Su extrema cuadriculación cotidiana, su pelo largo, su ausencia.
Quería que este gajo se eternizara en el tiempo, el más sabroso, el más jugoso, el más pleno.
Habían pasado treinta años desde que empezara a pelar su naranja o eso le dijeron, ella no lo creyó. Si fuera verdad, no tendría este sabor a vida.
¿Quién dijo que el tiempo existe?
¡Será en otra dimensión!

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