Cada día se desviaba del camino y
nunca llegaba a la escuela, prefería sentarse a esperar bajo un árbol y extraer
con su navaja, figuras de las ramas caídas.
El primer día que llegó a aquel
río, no imaginaba ni por un momento la sorpresa que le esperaba. El sonido de
unas risas cantarinas lo puso alerta, no sabía a qué venía tanta algarabía. Se
tiró al suelo como un estratega, para ver sin ser visto.
Diez o doce mujeres jóvenes que
portaban grandes cestos de mimbre se pararon a poca distancia de donde el chico
permanecía inmóvil.
Las camisas de un blanco reluciente
arremangadas hasta los codos, las faldas recogidas, dejando a la vista los
muslos prietos, tostados.
Sus brazos en un vaivén rítmico
provocando el cimbrear insinuante de sus pechos y las sábanas, arrastradas por
la corriente fluvial, pugnando por escapar, sin conseguirlo, de sus manos
recias.
De vez en cuando un descanso para
anudar con pañuelos floreados sus melenas diversas.
Risas y palabras, a veces
prohibidas, llegaban hasta el chico en un susurro pecaminoso llenando sus oídos
de excitación y placer.
Ellas no podían imaginar que muy
cerca, un naufrago vivía su sueño en aquella particular isla.
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