Apoyados en un banco de la plaza lo esperan impacientes. La brisa
mediterránea envuelve sus ilusiones y alborota sus cabellos.
- ¡Ahí está Juan!- gritan al
unísono.
Asomada a la ventana, una mujer agita su mano pero tan emocionados están que no reparan en el
gesto.
Cuchichean repasando sus planes. No quieren ser vistos, ni que otros
ocupen su sitio. Conocen el lugar en el ser espectadores de primera fila.
Desde la puerta sienten que en el interior bulle la vida y huele a
calamares fritos. Ya han cenado pero con diez años, la palabra hartura no forma
parte de su código lingüístico. Se tocan los bolsillos abultados y continúan su
camino. La noche es suya y es mágica. La noche es de cine.
Trepan sin orden y se encaraman en el árbol más frondoso del parque,
para ver sin ser vistos.
Contienen la respiración y dejan de mascar para no perder detalle. Sus
ojos brillan y sus pupilas se dilatan.
Mientras sacude sus pantalones para que su madre no le ande preguntando
donde ha estado, Juan piensa en que mañana, cuando salgan al patio, también
correrá girando en sentido inverso.
Aunque pequeño aún, sabe muy bien lo que quiere.
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