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martes, 4 de octubre de 2016

LA VIDA

Llegó una apisonadora llamada enfermedad y lo dejó sumido en la desesperación. Sentado en su silla, la de siempre, esperaba que un platillo volante apareciera para escapar a un mundo sin medicinas.
Tanto lo deseó que una mañana de sol y pájaros, cayó desplomado, abandonándose a su suerte.
Llegó una apisonadora llamada muerte y me anunció su partida, y mi cabeza estalló, como una granada que se lanza contra un enemigo.
Cuando abrí los ojos vi que mi cuerpo seguía intacto pero mis alas se habían hecho trizas. El polvo que las hacía volar, su ingenuidad y su transparencia, todo se había quedado envuelto en aquel fango de desesperación y tristeza.
Salí a la calle y al primer paso, un miedo desconocido y perturbador me hizo regresar a casa.
Me miro en el espejo y no veo en mis ojos la luminiscencia de la luciérnaga. Mi cabello encanece por segundos y mi risa no quiere salir de su escondite.
El dolor recorre cada circunvolución de mi cerebro y, no se si es tan verdad o solo es un invento perfecto del inconsciente para seguir rememorando sus manos ásperas de trabajador incansable o tal vez lo que quiero es volver a la niñez y recuperar así su protección y su abrazo.
La muerte cruzó la calle, y como una apisonadora se lo llevó sin miramientos, sesgando la vida en la casa paterna. Si pudiera verte, papá, te daría un beso, solo eso.

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