Mi abuela tenía una larga y delgada trenza que antaño fue
una melena preciosa, espesa y rizada. Ella contaba a menudo, que en otra vida
fue un pez mitológico y ajustaba mucho su corpiño para acentuar su silueta de
reloj de arena.
Su casa estaba llena de elementos marinos y en una caja de
nácar guardaba pequeños guijarros moldeados por las olas, restos de conchas y
púas de erizo, moradas y verdes.
Mientras ella relataba sueños y delirios envueltos en
palabras de las que no sabía su significado, pero que sonaban melodiosamente en
su boca, retozaba en su alfombra repleta de algas, pólipos, ofiuras y
caballitos de mar.
Una mañana de viento imposible y temporal costero mi abuela
dejó para siempre la vida terrestre.
En un baúl de tachuelas doradas y tiras de cuero encontré
una reliquia de 1627, un llamativo y exótico estandarte que decidí colocar en
la balconada que daba a la calle principal.
De manera fortuita y bajo el título “Metamorfosis” me
encontré, años después, conmigo misma en una galería de arte. Sonreí porque
solo yo sabía que su rostro y sus preciosos rizos de cobre y oro completaban la
estampa que deliberadamente mostraba a medias.