De todas las fotografías para las que he posado, esta es la
que más me gusta.
Ventiladores que agitaban mis vestidos vaporosos, miradas
felinas en Atacama, bikinis en la Antártida, pieles naturales en Gobi, pijamas
a medio abrochar en Wall Street, tacones de ejecutiva en el monte Bolingo.
Cientos, miles de
fotografías y en todas, sin excepción, mi rostro impoluto, como una manzana
recién cortada, sonrosada y sin arrugas incipientes que hicieran presagiar la
tan temida oxidación de la epidermis y por ende, mi decadencia.
Esta es, sin duda,la mejor, una oda a la vida, en ella
muestro mi lado más humano y más travieso. El que hace mohines para provocar
risas o carantoñas de gatito que ronronea buscando una caricia. Repeinada y
despeinada, sin rulos, sin planchas, sin tintes, sin máscara.
La llevo siempre conmigo porque cuando alguien desea
recordarme qué soy y cómo debo comportarme, al primer comentario soez, jocoso,
impertinente o envidioso, la miro reiteradamente, con insistencia, la fijo y la
aprendo de memoria, luego me concentro unos segundos y como una contorsionista,
estiro y tenso mis músculos, los elevo y lo relajo y haciendo combinaciones
imposibles, consigo que hasta las arrugas que no tengo afloren.
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