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viernes, 20 de abril de 2018

Antinatural


De todas las fotografías para las que he posado, esta es la que más me gusta.
Ventiladores que agitaban mis vestidos vaporosos, miradas felinas en Atacama, bikinis en la Antártida, pieles naturales en Gobi, pijamas a medio abrochar en Wall Street, tacones de ejecutiva en el monte Bolingo.
 Cientos, miles de fotografías y en todas, sin excepción, mi rostro impoluto, como una manzana recién cortada, sonrosada y sin arrugas incipientes que hicieran presagiar la tan temida oxidación de la epidermis y por ende, mi decadencia.
Esta es, sin duda,la mejor, una oda a la vida, en ella muestro mi lado más humano y más travieso. El que hace mohines para provocar risas o carantoñas de gatito que ronronea buscando una caricia. Repeinada y despeinada, sin rulos, sin planchas, sin tintes, sin máscara.
La llevo siempre conmigo porque cuando alguien desea recordarme qué soy y cómo debo comportarme, al primer comentario soez, jocoso, impertinente o envidioso, la miro reiteradamente, con insistencia, la fijo y la aprendo de memoria, luego me concentro unos segundos y como una contorsionista, estiro y tenso mis músculos, los elevo y lo relajo y haciendo combinaciones imposibles, consigo que hasta las arrugas que no tengo afloren.

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