— Ponte
el abrigo marrón. Hace frío.
— ¿Desde
cuándo tengo un abrigo marrón?
— Si
hombre, el que compramos en las rebajas.
— ¿El
verde, dices?
— ¿Verde?
¿Cómo verde?... ¿Esto es verde?
— ¡Claro!
lo que te decía.
— ¡Vamos
a ver! Esto es marrón de toda la vida. ¡Marrón!
— ¡Y
una mierda marrón! El marrón no existe.
— ¡No
existe, listo! ¿Y esto qué?
Desesperada sacó unos zapatos, una
chaqueta de lana y algunas prendas más, en distintas tonalidades de lo que, a
todas luces, era marrón.
— Pues
tus zapatos son verdes, como mi abrigo, y, esta chaqueta es naranja oscuro. En cuanto
a lo demás, no me pienso pronunciar ¿o es que te crees que soy un parvulito que
está aprendiendo ahora los colores? Y, por cierto ¿por qué te gastas tanto
dinero en ropa? ¿Y cuántos pares de zapatos tienes ya? Y al final, todo para ir
siempre con el mismo pantalón vaquero y esas botitas ridículas que tienen más
años que sol.
— Y
que, te lo recuerdo, son marrones.
— ¿Eso
marrón? Eso es del color de la arena de la playa y no tiene un nombre definido.
— ¡Vete
a la porra!
— Las
porras sí son marrones ¿ves? ¡Siempre quieres llevar la razón!