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martes, 14 de junio de 2011

El CUENCO TIBETANO Y LA LLAMA DE LA VELA

Huyendo del infinito silencio que empezaba a hacerse tedioso por la monotonía de los días vacíos de presencia, acostumbró a sentarse en el suelo en el centro de la habitación de techos bajos y paredes blancas, cerca de la cama y de espaldas a la puerta, veía muy bien, sin embargo, la cómoda de madera de pino sobre la que reposaban los collares de piedra y los pendientes colgados del expositor. Sus ojos abiertos buscaban un punto en la parte más alta de la pared, entre el verde de la máscara veneciana y la dacha azul del cabello del ángel alado que pendía de una hebra de lana del mismo color, desde el día en que se lo regalaran. En un instante en que parecía que el corazón no podría soportar por más tiempo la presión de las horas aviesas, ocurrió un suceso mágico no por lo imposible si no por lo extraordinario:
Desde un lugar conocido, una onda vibrante y tenue al principio, comenzó a extenderse, a la vez que crecía en sonoridad, por el espacio contenido entre las paredes de aquel habitáculo. Al elevarse y descender, al moverse de un lado a otro impactaba, como la escarcha sobre el cristal en una tarde granizada de otoño, con los distintos objetos que encontraba a su paso componiendo una melodía inusual y heterogénea. Los oídos de la mujer se abrieron extasiados al sonido y todo su cuerpo actuando como un ánfora fue receptor de la vibración creciente que traía la armonía a su cuerpo vapuleado por la nada.
Cercana a un vaso cuajado de rosas de melocotón aterciopelado, la llama de la vela encendida vibraba al compás del tañido y en su afán por acompañarlo emanaba un aroma de canela envuelto en una estela de humo anaranjado, componiendo una figura veraz en la atmósfera sonora y perfumada: la silueta de una mano.
Absorta en la contemplación del prodigio y ebria de perfume y rosas se detuvo en los detalles de la silueta, aquella que configuraba una mano cálida, de dedos y uñas cuadradas, una mano ágil que con un movimiento giratorio de muñeca hacía caminar de puntillas a un mazo de madera sobre la superficie de un cuenco tibetano de siete metales.
Es, desde que aconteciera ese hecho, que cada día, a la misma hora, sentada sobre el suelo en el centro de la habitación, la mujer se instala tranquila, sabiendo que un día más la onda expansiva y sonora permitirá la danza de la vela. Es en ese instante cuando la mano de nudillos arbolados acaricia su corazón y le ofrece la savia de su boca y el refugio de su abrazo. Aún cuando el cuenco enfundado reposa y la vela pertinaz hace un amago de extinguirse, la mano y el corazón se rozan y en todos los lugares del planeta puede sentirse la vibración del encuentro, el agua se acerca a la Tierra que sedienta besa la orilla agradecida.
Desde ese día y a esa hora, la magia se abre paso y ninguna mueca de tristeza tiene cabida en el Universo.

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