Desde un lugar conocido, una onda vibrante y tenue al principio, comenzó a extenderse, a la vez que crecía en sonoridad, por el espacio contenido entre las paredes de aquel habitáculo. Al elevarse y descender, al moverse de un lado a otro impactaba, como la escarcha sobre el cristal en una tarde granizada de otoño, con los distintos objetos que encontraba a su paso componiendo una melodía inusual y heterogénea. Los oídos de la mujer se abrieron extasiados al sonido y todo su cuerpo actuando como un ánfora fue receptor de la vibración creciente que traía la armonía a su cuerpo vapuleado por la nada.
Cercana a un vaso cuajado de rosas de melocotón aterciopelado, la llama de la vela encendida vibraba al compás del tañido y en su afán por acompañarlo emanaba un aroma de canela envuelto en una estela de humo anaranjado, componiendo una figura veraz en la atmósfera sonora y perfumada: la silueta de una mano.
Absorta en la contemplación del prodigio y ebria de perfume y rosas se detuvo en los detalles de la silueta, aquella que configuraba una mano cálida, de dedos y uñas cuadradas, una mano ágil que con un movimiento giratorio de muñeca hacía caminar de puntillas a un mazo de madera sobre la superficie de un cuenco tibetano de siete metales.
Es, desde que aconteciera ese hecho, que cada día, a la misma hora, sentada sobre el suelo en el centro de la habitación, la mujer se instala tranquila, sabiendo que un día más la onda expansiva y sonora permitirá la danza de la vela. Es en ese instante cuando la mano de nudillos arbolados acaricia su corazón y le ofrece la savia de su boca y el refugio de su abrazo. Aún cuando el cuenco enfundado reposa y la vela pertinaz hace un amago de extinguirse, la mano y el corazón se rozan y en todos los lugares del planeta puede sentirse la vibración del encuentro, el agua se acerca a la Tierra que sedienta besa la orilla agradecida.
Desde ese día y a esa hora, la magia se abre paso y ninguna mueca de tristeza tiene cabida en el Universo.
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