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martes, 19 de julio de 2011

Amparo de Atienza y Cárdenas

Amparo de Atienza y Cárdenas tenía el rostro blanco, casi transparente, era una de esas mujeres que seguía pensando que la piel oscura era para los esclavos y los campesinos. Procuraba no salir a esa hora en la que el sol está tan alto en el cielo que no hay sombra donde cobijarse, pero si tenía que hacerlo, utilizaba una sombrilla de color celeste con lunares blancos, para cubrir su tez y su cuello. Sus brazos permanecían a buen recaudo bajo la muselina de sus blusas y sus manos aparecían cubiertas por unos guantes de fina seda.
Una tarde de verano en la que se encontraba bordando en el embozo de una sábana, las iniciales de su nombre, sintió como la tierra perdía el equilibrio bajo sus pies. El cesto que contenía hilos, dedales y canuteros rodó y volvió a su sitio hasta tres veces en un segundo infinito, ella no se movió de su silla, había sido educada reciamente en la idea de que no hay que mostrar los sentimientos y que alterarse sólo conduce al envejecimiento de la piel del rostro. Cuando el aparador de madera de cerezo se desplazó hasta el extremo opuesto de la habitación y las copas de cristal de bohemia estallaron con la estridencia del océano embravecido chocando contra un acantilado, Amparo abrió desmesuradamente los ojos y agitó sus brazos en el aire.
Después, en décimas de segundo, la habitación quedó sepultada bajo las vigas del techo. Para cuando recobró el sentido, el mar casi había engullido la ciudad dejando como muestra de su ferocidad unos metros de muro del torreón del castillo que habitaba Amparo, que, lejos de la realidad y sacudiendo su vestido de las astillas desprendidas, preguntó por sus objetos personales a Mario, su mayordomo, que yacía en el suelo con la cara llena de heridas y la camisa sucia por la sangre. Como era su costumbre le respondió con la solemnidad que le caracterizaba:
Todo se ha perdido señora.
Amparo de Atienza y Cárdenas lanzó un colérico grito que acabó en estertores de muerte, se dio cuenta en ese instante de que un trozo de madera había venido a clavarse en su pecho rompiendo la blancura de su blusa almidonada.
Mario, desde su posición le mostró, con una sonrisa histriónica, el único objeto que había podido salvar, un Kallania de Constantin Vacheron heredado por Amparo de Atienza y Cárdenas al morir su padre.
Amparo se convulsionó en el suelo perdiendo la compostura que el maremoto no había logrado arrancarle, el movimiento hizo que la viga partida se introdujera aún más en su pecho y la sangre saliendo a borbotones inundó los pies de Mario que se había incorporado y se encontraba ya a una distancia considerable de la noble dama, con lentitud pasmosa y regodeándose en sus movimientos se remangó la camisa y ajustó el preciado objeto a su muñeca. Limpió sus lentes y lo observó de cerca y de lejos sin ocultar su sarcasmo. Después de mirar a la dama con superioridad por primera vez desde que comenzara a servirla, se dispuso a abandonar la sala. En ese instante notó como sus pies se hundían en el agua, al mirar hacia abajo buscando un camino seguro para no tropezar, vio como el mar invasor se cobraba la vida de Amparo mostrando el color de su sangre como trofeo.

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