Con la energía robada a su voluntad, se puso en pie de un salto y casi corrió por el pasillo. Iba a buscar algo de ropa con la que cubrir su piel veraniega cuando al pasar por la cocina la sorprendió un sobrenatural espectáculo: sobre la mesa, abandonando los cestos de fruta, rodaban en dirección desconocida, limones, caquis, granadas, dátiles, peras, ciruelas y kiwis, se situaron, con orden establecido, en lugares estratégicos componiendo un cuadro vivo de flores frutales.
Sus ojos de un gris con chirivitas verdosas se agazaparon en un rincón para no ser vistos y su cuerpo olvidando el frío, se encogió hasta ovillarse para ocupar un mínimo espacio donde ser espectadora de primera clase. Media hora más tarde, el collage estaba terminado, los cestos vacíos y las frutas combinadas.
Lo único que se le ocurrió en aquel momento fue colaborar así que abriendo el frigorífico, sacó unas finas y redondas judías verdes que cambiando de nombre se convirtieron en pedúnculos florales.
Cuando volvió a la cocina para plasmar las imágenes en su cámara, el gris de sus ojos estaba exento de niebla y su piel había recobrado el calor del verano, sin embargo, ahora se presentaba el mayor dilema ¿cómo acabar en el desayuno con aquella exquisita estampa?
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