Muchos años fue el lugar de reunión, en distintas casas y con distintas personas.
Recuerdo una cocina pequeña, en la que casi había que cederse el paso. Comunicaba con un balcón desde el que se veía un acueducto romano. Impresionante.
Las cigüeñas con su crotorar incansable se ponían a la altura dando la sensación de que majaban el pan para el gazpacho, en un singular mortero de madera.
El olor a tomate frito, inconfundible en las tardes veraniegas es un recuerdo persistente y bello en mi memoria.
Después, en otro lugar, la cocina se amplió exageradamente, el suelo de baldosas rojas y blancas con dibujo surrealista sirvió para danzar y encontrarnos en los desayunos. La mesa de color marfil apoyada contra una pared lateral se llenó de frutas y chacinas, de pan y de legumbres. El olor a tomate persistió y aderezó el aroma de los jazmines, péndulos sobre la tubería del agua.
En otro lugar alejado en el espacio y el tiempo surgió una cocina caótica. De ella salía el vapor y el olor al por mayor. Sin ser cocina de bar funcionaba como tal. Menudo con garbanzos. Manitas en salsa. Carne a la taurina. Chipirones a la riojana. Paella y para todos.
Aquella mujer de ojos azules y saltones, manejaba el cuchillo largo como un peluquero adiestrado sus tijeras. Las láminas de ajo volaban y las patatas a gallo colapsaban la sartén.
Entre plato y plato, alguna ropa que tender, una conversación y risas cómplices.
Me gusta perderme en el vapor y en los aromas de las personas que me aman y a las que amo. Cocinar para vivir.
No he probado plato menos sabroso que el que cocino para no ser compartido.
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