Decidieron no salir, era muy tarde y el camino estaba oscuro.
Quizá fuera el mejor día para admirar las Perseidas, sin embargo, el día de San
Lorenzo ya había pasado y tanta lágrima no era posible ni siquiera para un
santo.
Ella, sentada frente
a él escribía notas en los márgenes de una hoja garabateada. Él, como un pinchadiscos
experimentado, probaba una y otra melodía, mirándola luego y esperando su
sonrisa aprobatoria.
A ella le encantaba que
él la llamara y le pidiera opinión sobre sus hallazgos musicales. A él le
gustaba que ella lo besara incansablemente. Él era su son y ella era su
enredadera y como tales bailaban entrelazados sin prestar atención al tiempo,
cuando la luna, no pudiendo consentir tanta dulzura sin estar ella presente,
salió urgentemente de su casa,
decidiendo de manera impulsiva, mostrarles a esos dos su cara oculta.
Cuando los novios la vieron frente a su ventana se
estremecieron de gozo ante tamaño prodigio y desearon que compartiera con ellos
la mesa. La luna solo quiso melón y ellos se alimentaron de besos.
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