Después de un largo camino había llegado a aquella ciudad que, a su parecer, estaba en el culo del mundo. Salió del coche, estiró las piernas y con las manos trato de quitar las arrugas de sus pantalones, se puso la chaqueta y ajustó su corbata. Después de una comida copiosa y dos copas de vino y no más que las cosas no estaban para multas, se despidió de aquel empresario de cara recia y tostada y se dispuso a abandonar aquel lugar polvoriento, cuajado de sol y viento.
Al pasar por el atajo que el hombre le indicó durante la comida, le llamó la atención la imagen de dos personas sentadas bajo las escasas ramas del único árbol del camino. Cuando estuvo más a su altura pudo ver que comían y reían. Al otro lado de la carretera, la existencia de una extensa nave, le hizo suponer que eran trabajadores, también supuso que además de trabajadores eran pareja. Mientras hablaban y se reían, sus cuerpos se unían y se separaban. Se besaban.
No podía entender como podían estar sentados bajo aquel sol abrasador que le deshidrataba los ojos. No entendía como se podían reír sabiendo que tenían los minutos contados para volver al trabajo. No entendía como se deseaban estando así, sudorosos y llenos de barro. No entendía de que reían pero envidió ese gesto de felicidad en ellos.
Ellos se volvieron para mirar aquel coche grande reluciente, no les vendría mal uno a ellos, aunque fuera más pequeño, para llevar a sus hijos a la playa.
Cuando estuvo más cerca lo vieron a él, al hombre encorbatado y pálido.
Cuando estuvo más cerca lo vieron a él, al hombre encorbatado y pálido.
Sus miradas se cruzaron un momento y luego siguieron sus caminos.
Ellos se levantaron y él vio por el espejo retrovisor como al cruzar la carretera para volver al trabajo, se besaban de nuevo. El hombre miró el teléfono, su mujer no lo había llamado hoy tampoco.
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