Emprendieron un camino de amor
por separado para llegar al mismo lugar. Se encontraron y en milésimas de
segundo se fusionaron. Primero fueron dos y después convertidos en una sola
célula asistieron a la extraordinaria paradoja de dividirse para poder
multiplicarse.
Luego rodó hasta encontrar el
lugar idóneo para madurar, un microclima a medida donde alimentarse,
especializarse y desarrollarse.
Como un astronauta ávido de
aventuras y suspendida de su cordón de vida exploró el universo contenido en su
pequeña bolsa ensayando posturas, hipos y sonrisas. Después de cuarenta y una
semanas, estaba preparada para aterrizar
en el nuevo mundo. La esperaban ilusionados. Reajustó su postura y con la
destreza y el empecinamiento de una raíz atravesó a oscuras el estrecho
conducto que separaba el agua de la sed, el silencio del ruido, y la seguridad
del abismo. Llegó sin equipaje, sin mochila a la espalda. Llegó desnuda y con
la piel por estrenar, rosada y cálida como un melocotón maduro.
Los brazos amantes de sus padres
la arrullaron. No había nada que temer. Nayra, aún libre y genuina, abrió sus
grandes ojos rasgados y bostezó estirando su pequeño cuerpo de recién nacida. El viaje
había concluido.
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