Sobre hombres, mujeres y despropósitos
r que no pregunten porque digo yo que hay muchas cosas interesantes que hacer en el mundo que no tienen nada que ver con el cotilleo malsano de saber quién te acompaña y por qué.
Sobre hombres, mujeres y despropósitos
EL CICLO DE LA VIDA
Dicen que los comienzos son siempre difíciles, pero no estoy de acuerdo con eso porque en los comienzos estás avalada por una ilusión que a veces no se tiene cuando se avanza en el proceso.
La euforia de lo nuevo y lo desconocido hace milagros. La adrenalina, las endorfinas y todas las buenas "inas" se apoderan de tu vida y no ves ni entiendes los obstáculos porque eres una guerrera...o guerrero, claro, y puedes con todo lo que se te venga encima. Luego echas a rodar y en ese rodamiento y como ya todos sabemos, la erosión empieza a hacer mella y el desgaste te duele en lo más profundo de tu corazón.
¿Me refiero a algo en concreto? me refiero a todo y a nada en concreto. Me refiero a la infancia, o a la adolescencia, o a la juventud, y qué decir de la madurez cuando llega ese tiempo otoñal en que todo es dorado y bello, pero claro, siempre hay un hijo de vecina que te cambia el color del cristal con el que estabas mirando y, entonces, la dorada madurez se convierte en la acumulación de desgastes y erosiones.
Qué pensamientos más inquietantes en sábado ¿no? Todos sabéis que da lo mismo y que los pensamientos vienen y van, renacen y mueren en el silencio de la oscuridad.
Escuché el otro día un consejo de estos filosóficos y orientalizados que decía, si ya no puedes más ovíllate como un gato y quédate ahí hasta que te cures, escucha a tu cuerpo.
No sé. No me apetece nada ovillarme cuando estoy en esos momentos de "inexistencia", prefiero bailar y correr. Prefiero reír y charlar. Prefiero escribir y también prefiero desenvolver un bombón como si fuera el último que me voy a comer y llenar mi boca de chocolate caliente, tan caliente como mi propio calor haya podido conseguir.
Abomino la frialdad y la prepotencia. Abomino el silencio
Yo soy autosuficiente, sí. Soy cálida y afectuosa. Soy imperfecta, pero como decía aquella canción tan bonita que era un himno: por mis grietas siempre acaba penetrando la luz.
Tenía cinco años cuando perdió la espontaneidad. La inocencia dio paso a lo reflexivo.
En una décima de segundo, ella que era la quintaesencia de los pensamientos libres, amasados desde la inconsciencia, abrió la puerta al silencio y al temor. Su mundo se volvió como un calcetín y su candor quedó atrapado en la misteriosa celosía del cosmos.
Con cinco años no sabía qué emoción la incitaba a encogerse, sonrojarse y apartar la vista cuando alguien, no perteneciente a su árbol genealógico, posaba la mirada sobre su rostro virginal. Se estremecía. Sufría. Quería desaparecer.
Segundos después de esta evidencia, decidió enterrar muy adentro sus caricias, otrora efusivas y generosas, sustituyéndolas por gestos interrogantes, que no esperaban respuesta y miradas furtivas, que nunca pretendió ocultar.
Renegó de ser el fruto que pugna por salir de entre los pétalos agostados para convertirse en una espina, herida e hiriente, y, sintiéndose extraña en su propia esencia, corrió a esconderse bajo el delantal de su abuela donde permaneció largo rato, sin llegar a descubrir por qué su corazón aplastado ahogaba su voz, y, por qué un pucherito infantil, doblegaba sus labios mientras que un puñado de lágrimas impertinentes, la hacían sentir ridícula y avergonzada.
Aquella hoja sintió cosquillas cuando el sol, invadiendo su intimidad, y con un toque mágico, partió una molécula de agua por la mitad. Comenzó entonces un proceso irreversible que la llenó de energía. Sus fotosistemas, excitados, propulsaron las partículas electrónicas que, en caída libre, pasaron por distintas estaciones, cambiando alocadamente la señalización closed/open. Después de aquella carrera imparable, de una yema axilar brotó un retoño florido. El sol, incrédulo y eufórico, fusionó sus átomos de hidrógeno creando solitarias partículas de Helio, mientras, sin saber cómo, lo iluminó todo.
Después, exhausto, pero ufano, envuelto en su túnica anaranjada se retiró del horizonte, no sin antes, despedirse de sus admiradores.
Las plantas, incansables, aún tenían que nutrirse y acicalarse para que, a su salida, el astro rey, jugara con ellas de nuevo La maquinaria no dependiente de la luz iba a destajo, y, con el azúcar sintetizado, inventaban toda clase de recetas: aceites para su lubricación y flexibilidad, ceras para impermeabilizarse y pigmentos con los que aparecer más coloridas. El sol no sabía por qué estaban siempre tan bonitas, exquisitas, jugosas y resplandecientes, pero ellas conocían bien el secreto de su belleza y de su supervivencia. Luz del sol. Luz de vida.
Leí, estudié y más tarde escuché, que el sistema reticular incide sobremanera en nuestro estado de alerta, pero, se me había olvidado. Hoy lo volví a recordar, cuando por enésima vez en pocos días escuché de nuevo la melodía titulada "Les feuilles mortes" o "atumn leaves" .
Dicen los expertos, los estudiosos y los neurólogos, que lo que nos sucede es que cuando algo nos remueve por dentro o cuando estamos viviendo una situación que nos marca, entonces, tenemos una habilidad especial para darnos cuenta de que en nuestro entorno, alguien está pasando por la mismo. El sistema reticular se encarga de que así sea.
Se explica así la razón por la que cuando una mujer está embarazada, encuentra muchas embarazadas por la calle o, cuando alguien ha sufrido un accidente y le escayolan un brazo, de pronto parece que todos han sufrido un accidente similar.
Eso es una cosa que me parece lógica, pero una canción... creo que esto va mucho más allá. Hace una década que esta melodía aparece habitualmente en mi vida, y no porque la ponga yo. De hecho, nunca es así.
En la emisora de radio que me gusta y en la que me gusta menos, cuando menos me lo espero, aparece. En un concierto de jazz, en un recordatorio a Eva Cassidy (en la que un día me inició mi amigo Juan José de Carmona), en una actuación de Eric Clapton, en la voz inmensa de Edith Piaf, en la siempre viva garganta de Nat King Cole, y hoy, como no podía ser diferente, acaban de aparecer sin previo aviso Jerry Lee Lewis me ha regalado las hojas de otoño más country que nunca viera. He sabido enseguida, que Les feuilles mortes, en francés, o Autumn leaves, en inglés, es mi himno de amor, y que mi sistema reticular me pone alerta para que nunca cambie el futuro por el presente, porque ahora te amo, y, aunque las hojas muertas caigan como cada otoño, a través de los árboles desnudos, la luz nos mostrará de nuevo el camino hacia la primavera.https://laguitarradelasmusas.com/2014/12/17/jerry-lee-lewis-iggy-pop-eric-clapton-les-feuilles-mortes-autumn-leaves/
Desde esta silla que ocupo cada día, mi trono, podría decirse, y no es que tenga nada de lujoso, sino porque es el lugar en el que despacho todos mis asuntos y recibo todos mis mensajes, que, a veces vienen de lejanos tierras y otras, solo tienen que atravesar un pequeño sendero de piedra, para llegar.
Desde esta silla, decía, puedo ver como a través de los visillos, la vida bulle sobre mis plantas y también puedo escuchar como un niño balbucea sus primeras palabras. A veces, sin querer, asisto a conversaciones a las que no estoy invitada y otras, el silencio más ensordecedor llena la estancia.
Sobre todo, desde esta silla, planeo viajes y sueño nuevas historias y, a menudo, leo y releo los mismas respuestas a las preguntas que me hago.
Desde esta silla tengo una visión amplia de la casa que habito. El pasillo que se abre a las escaleras y un poco más allá, el salón donde a veces como y donde casi nunca miro el televisor. Al lado de donde me hallo ahora mismo sentada en mi trono, está la cocina, lugar en el que me gusta trastear e inventar nuevos platos utilizando una cantidad mínima de ingredientes. Ahí, en mi cocina, siempre menos es más.
Mientras escribo vienen a mi mente otras estancias en las que he habitado, otras sillas que he ocupado, otros tronos que he tenido que dejar por exigencias del guion de la vida. Miro hacía allí, desde mi trono actual y puedo verlo todo, nítido y exacto y comprendo que hablar del mobiliario es una excusa para aproximarme a los seres que me han acompañado en esas otras estancias. Seres amados que han compartido mi vida y que, incluso, a veces, se han sentado por un momento en mi trono, y yo feliz de que eso sucediera.
Con los ojos de la nostalgia, del amor, abandono por un instante mi silla, mi trono y hago una reverencia imaginaria para agradecer a todos mi paso por la vida, que no hubiera sido la misma si ellos no hubiesen estado. Seres de mi niñez y mi adolescencia. Seres de mi juventud y mi madurez. Seres finitos como yo, humanos como yo, virtuosos como yo y errantes, como yo.
La conocí cantando. A las dos nos gustaba hacer los coros mientras las personas iban a tomar la comunión. Yo ya lo había hecho en otras ocasiones a lo largo de mi vida. Esperaba la hora del ensayo con emoción, entusiasmada y, bajo la atenta mirada de Magdalena, que era muy exigente y no permitía que una nota empobrecida se colase, ni siquiera en los momentos en que, relajadas, jugábamos a afinar las voces. Rosa también estaba siempre conmigo. Formábamos un buen tándem y pasábamos buenos momentos juntas.
Pues bien, esa afición mía de cantar se perpetuó en el tiempo y así fue como conocí a María Teresa. Ella llevaba una vida entera en los coros. Yo, la mitad.
Ella trabajaba con los niños en una escuela religiosa, yo me preparaba para empezar, pero en un centro público.
Ayer, después de diez años, la vi. Jubilada, pero tan vital, risueña y optimista como siempre. Su edad, la del carnet de identidad le dice que es mayor, vieja, incluso. Pero ella no tiene ni idea de lo que eso significa. Yo, tampoco.
No pudimos vernos el viernes porque solo le permiten tener visitas los fines de semana, a ella y a todas las hermanas de su congregación. Pude escuchar su risa, pero no verla, porque la mascarilla apenas dejaba ver sus empequeñecidos ojos. Ella piensa que enfadarse es una tontería que no conduce a nada, que no resuelve nada, aunque sepa a ciencia cierta, y así lo hizo constar, que no podemos fiarnos de los políticos que tenemos y que ya, ni siquiera de los jueces puede uno fiarse. Después, levantó la vista y sentenció, yo solo me fio de él. Y yo asentí, porque creo que es una persona sensata.
No pudimos salir a tomar un café y eso que hay una plaza que tiene una cafetería en cada esquina, nada más salir de su colegio. Se lo tienen prohibido, por su edad y por su forma de vida, en comunidad.
Se conforma con asomarse a la ventana y con bajar al patio, los fines de semana, porque no hay niños en el colegio. Ella que ha viajado por un sinfín de lugares, en tren, en avión, en autobús... ella que nunca ha visto un obstáculo para ir allá donde la necesitaban.
Al final nos abrazamos, claro, porque era imposible marcharse de allí sin hacer explícito el sentimiento. ¿Cómo puedes separarte de una persona que quizá no veas nunca más? porque, cuando quieres a alguien, como puedes irte de su lado sin más, como si acabaras de conocerla (ahora, algunos pensarán que precisamente porque la quieres, no querrás que enferme y bla, bla, bla...como si nos hubiéramos convertido en apestados que hay que mantener a distancia) para ella fue imposible y para mí también.
Ya en el camino de vuelta pensé en cuántas personas mayores han muerto y mueren solas, y cuantas están abandonadas a su suerte en residencias geriátricas. Algunas, muchas de ellas, con sus capacidades cognitivas intactas. Me pregunto qué harán cuando en la soledad de sus cuartos, las horas pasen a una velocidad inversamente proporcional a la que pasan sus pensamientos. ¿Rezar o maldecir? ¿Buscar un culpable o pensar que lo son ellas? ¿Llorar o resignarse? ¿Dormir o permanecer en vela? ¿Luchar por la vida o abandonarse a la muerte?
He sabido también, que en algunos lugares (no puedo hablar de todos porque lo desconozco) se les ha dado a las familias la posibilidad de ir a recoger a sus mayores para evitar precisamente este exilio, este entierro en vida, y, me han dicho que en un lugar concreto, solo dos familias han respondido positivamente a esta llamada. El resto, no sabe, no contesta.
Intento entender qué está sucediendo y cada día lo consigo menos, y, a medida que pasa el tiempo veo que hay algo que no encaja y siento que no nos lo están contando todo. Empiezo a sospechar que algo muy turbio se esconde en los cajones de nuestros dirigentes que, para mi, han perdido toda la credibilidad...y, lo malo, es que como decía mi amiga, María Teresa, cuando alzaba los ojos al cielo, parece que por aquí, hoy por hoy, ahora mismo, no hay nadie que me ofrezca garantías.
Me gustaría que les devolvieran la libertad a esas personas, y no me sirve ya la excusa de que son personas en riesgo, por su edad y sus enfermedades previas, porque si ni sus propias familias van a recogerlas a esos centros que se han convertido en trampas mortales ¿No sería mejor que salieran a la calle a mover sus articulaciones, su corazón y su sonrisa para estar motivados y subir así su autoestima y su sistema inmunitario?
¿No es mejor morir con las botas puestas que vivir preso de imposiciones de dudosa procedencia?
N
Nadie hubiera creído que en ese espacio de tiempo, pudiera haber vivido tantas situaciones distintas, sin embargo, su sonrisa frente al espejo de la zapatería y sus ojos vivarachos y alegres, decían que, efectivamente, las sensaciones vividas en esos instantes, eran casi imposibles de narrar.
Un día, caminando por una ciudad colorida que sabía a mar, se pararon frente a una zapatería y su amado le regaló unos zapatos de tacón. Eran tan bonitos que no pudo resistirse a que se los comprara, aunque su precio, por un momento, la detuvo, pero fue muy poco el tiempo de duda, porque en tan breve lapso de tiempo se vio de múltiples formas con aquellos zapatos que parecían sacados de un cuento. Soñó, con los ojos abiertos, que paseaba por las calles empedradas de ciudades llenas de historia y que se detenía frente a las murallas calibrando su antigüedad, mientras se contoneaba un poco, no para presumir, sino para que los tacones no se clavaran en las juntas, entre los adoquines.
Se vio también en una sala de baile, girando alrededor de un eje que atravesaba su cuerpo desde sus recién estrenados tacones hasta su coronilla. Vio como su falda de amplio vuelo, se agitaba con su movimiento mientras sus pies, incansables, jugaban a emular los pasos de una gran bailarina.
Tuvo otra visión bajando las escaleras de un gran teatro, donde unos asientos en primera fila los esperaba. Se vio sentada al lado de ese hombre que tanto la quería y que insistía constantemente en hacerle una fotografía porque la encontraba bella, se pusiera lo que se pusiera. Señal de que la quería de verdad.
No se los llevó puestos, porque ni su atuendo, ni las calles por las que paseaban, se prestaban a la
situación.
Pasó el tiempo y, un día, al abrir el armario, descubrió en una caja, tapada por otras muchas cajas, que aquellos zapatos que la transportaron a situaciones tan especiales se habían quedado allí, esperando una oportunidad.
Los cogió como si tuvieran vida, se quedó mirándolos y, sin saber por qué, lloró. Quizá fuera porque interpretó aquella situación como un acto de resignación, ante la evidencia.
Nunca hubo bailes ni ciudades con historia y, ni siquiera hubo escaleras por las que descender hasta las primeras filas del teatro donde su amado le hubiera hecho una foto...fue por eso que, cuando dejó que todas las lágrimas cayeran a voluntad, respiró hondo y se alegró porque aquel hombre que tanto la amaba, al igual que ella, seguía esperando la oportunidad de fotografiarla con aquellos zapatos que dejaron impresa su sonrisa en el espejo de la zapatería.