Huyendo de un perro que le doblaba el tamaño, Julietta enganchó
una vara larga y fina que el jardinero
había dejado junto a otros restos orgánicos y se impulsó, atravesando como una
exhalación la tapia del patio, dándose de bruces contra el césped.
Las cortes sangrantes de su nariz alertaron a su madre, pero el cerebro de Julietta emanaba tal
cascada de endorfinas, que las heridas cerraron de inmediato.
Astuta, Julietta escondió de inmediato la vara para, más
tarde, examinarla minuciosamente. Era
fuerte como el acero pero flexible como un junco. La naturaleza había puesto a
su alcance un objeto mágico con el que pasaba horas practicando saltos
imposibles, cuando sus padres no estaban.
Un día, la confianza, enemiga de la prudencia, puso fin al
secreto.
La madre gritó escandalosamente, haciendo perder la magia a
la pértiga y el equilibrio a Julietta que salió despedida, de forma nada
elegante, por encima del arco de rosas.
¡Tienes que hacer algo con esta niña, Cosme! Lloriqueó la mujer, y él, resolutivo, lo hizo.
En el pódium mientras el himno solemne imponía silencio entre
el público, Julietta, en lugar de morder la medalla de oro, se rascaba,
sonriente, las cicatrices de la nariz.