Tenía cinco años cuando perdió la espontaneidad. La inocencia dio paso a lo reflexivo.
En una décima de segundo, ella que era la quintaesencia de los pensamientos libres, amasados desde la inconsciencia, abrió la puerta al silencio y al temor. Su mundo se volvió como un calcetín y su candor quedó atrapado en la misteriosa celosía del cosmos.
Con cinco años no sabía qué emoción la incitaba a encogerse, sonrojarse y apartar la vista cuando alguien, no perteneciente a su árbol genealógico, posaba la mirada sobre su rostro virginal. Se estremecía. Sufría. Quería desaparecer.
Segundos después de esta evidencia, decidió enterrar muy adentro sus caricias, otrora efusivas y generosas, sustituyéndolas por gestos interrogantes, que no esperaban respuesta y miradas furtivas, que nunca pretendió ocultar.
Renegó de ser el fruto que pugna por salir de entre los pétalos agostados para convertirse en una espina, herida e hiriente, y, sintiéndose extraña en su propia esencia, corrió a esconderse bajo el delantal de su abuela donde permaneció largo rato, sin llegar a descubrir por qué su corazón aplastado ahogaba su voz, y, por qué un pucherito infantil, doblegaba sus labios mientras que un puñado de lágrimas impertinentes, la hacían sentir ridícula y avergonzada.