La conocí cantando. A las dos nos gustaba hacer los coros mientras las personas iban a tomar la comunión. Yo ya lo había hecho en otras ocasiones a lo largo de mi vida. Esperaba la hora del ensayo con emoción, entusiasmada y, bajo la atenta mirada de Magdalena, que era muy exigente y no permitía que una nota empobrecida se colase, ni siquiera en los momentos en que, relajadas, jugábamos a afinar las voces. Rosa también estaba siempre conmigo. Formábamos un buen tándem y pasábamos buenos momentos juntas.
Pues bien, esa afición mía de cantar se perpetuó en el tiempo y así fue como conocí a María Teresa. Ella llevaba una vida entera en los coros. Yo, la mitad.
Ella trabajaba con los niños en una escuela religiosa, yo me preparaba para empezar, pero en un centro público.
Ayer, después de diez años, la vi. Jubilada, pero tan vital, risueña y optimista como siempre. Su edad, la del carnet de identidad le dice que es mayor, vieja, incluso. Pero ella no tiene ni idea de lo que eso significa. Yo, tampoco.
No pudimos vernos el viernes porque solo le permiten tener visitas los fines de semana, a ella y a todas las hermanas de su congregación. Pude escuchar su risa, pero no verla, porque la mascarilla apenas dejaba ver sus empequeñecidos ojos. Ella piensa que enfadarse es una tontería que no conduce a nada, que no resuelve nada, aunque sepa a ciencia cierta, y así lo hizo constar, que no podemos fiarnos de los políticos que tenemos y que ya, ni siquiera de los jueces puede uno fiarse. Después, levantó la vista y sentenció, yo solo me fio de él. Y yo asentí, porque creo que es una persona sensata.
No pudimos salir a tomar un café y eso que hay una plaza que tiene una cafetería en cada esquina, nada más salir de su colegio. Se lo tienen prohibido, por su edad y por su forma de vida, en comunidad.
Se conforma con asomarse a la ventana y con bajar al patio, los fines de semana, porque no hay niños en el colegio. Ella que ha viajado por un sinfín de lugares, en tren, en avión, en autobús... ella que nunca ha visto un obstáculo para ir allá donde la necesitaban.
Al final nos abrazamos, claro, porque era imposible marcharse de allí sin hacer explícito el sentimiento. ¿Cómo puedes separarte de una persona que quizá no veas nunca más? porque, cuando quieres a alguien, como puedes irte de su lado sin más, como si acabaras de conocerla (ahora, algunos pensarán que precisamente porque la quieres, no querrás que enferme y bla, bla, bla...como si nos hubiéramos convertido en apestados que hay que mantener a distancia) para ella fue imposible y para mí también.
Ya en el camino de vuelta pensé en cuántas personas mayores han muerto y mueren solas, y cuantas están abandonadas a su suerte en residencias geriátricas. Algunas, muchas de ellas, con sus capacidades cognitivas intactas. Me pregunto qué harán cuando en la soledad de sus cuartos, las horas pasen a una velocidad inversamente proporcional a la que pasan sus pensamientos. ¿Rezar o maldecir? ¿Buscar un culpable o pensar que lo son ellas? ¿Llorar o resignarse? ¿Dormir o permanecer en vela? ¿Luchar por la vida o abandonarse a la muerte?
He sabido también, que en algunos lugares (no puedo hablar de todos porque lo desconozco) se les ha dado a las familias la posibilidad de ir a recoger a sus mayores para evitar precisamente este exilio, este entierro en vida, y, me han dicho que en un lugar concreto, solo dos familias han respondido positivamente a esta llamada. El resto, no sabe, no contesta.
Intento entender qué está sucediendo y cada día lo consigo menos, y, a medida que pasa el tiempo veo que hay algo que no encaja y siento que no nos lo están contando todo. Empiezo a sospechar que algo muy turbio se esconde en los cajones de nuestros dirigentes que, para mi, han perdido toda la credibilidad...y, lo malo, es que como decía mi amiga, María Teresa, cuando alzaba los ojos al cielo, parece que por aquí, hoy por hoy, ahora mismo, no hay nadie que me ofrezca garantías.
Me gustaría que les devolvieran la libertad a esas personas, y no me sirve ya la excusa de que son personas en riesgo, por su edad y sus enfermedades previas, porque si ni sus propias familias van a recogerlas a esos centros que se han convertido en trampas mortales ¿No sería mejor que salieran a la calle a mover sus articulaciones, su corazón y su sonrisa para estar motivados y subir así su autoestima y su sistema inmunitario?
¿No es mejor morir con las botas puestas que vivir preso de imposiciones de dudosa procedencia?