Algunos hombres, corrieron hacia la boca del monstruo para apagar su sed, trajeron agua fresca de pueblos vecinos para evitar su ira, lo acorralaron para atajar su expansivo movimiento, se quemaron la piel en el destello invisible de luz que provocaba su reacción violenta e incontrolada, expusieron su cuerpo siendo conscientes en todo momento de que en breve éste dejaría de responder a la llamada de la vida.
Mientras y aún siendo testigos de tanto dolor y tanta muerte anunciada, la clase política estará pensando en "representar" un fastuoso homenaje al valor y el honor de esos ciento ochenta hombres que en turnos de cincuenta trabajan sin descanso por el bien de la Tierra.
Sobre la mesa, los informes de la conveniencia o no de instalar o cerrar centrales nucleares, quedarán acallados hasta que la nube ardiente deje de sobrevolar sus cabezas, a sabiendas de que cuando esto ocurra se habrá depositado bajo sus pies, sobre el suelo que nos alimenta, sobre el agua que mitiga nuestra sed.
Sin embargo, hoy, ahora, en este mismo instante el sentimiento de solidaridad para con esos hombres, el deseo de enviar una energía que no tenga nada que ver con la nuclear y que pueda curar sus heridas impresas en sus genes y en su alma generosa es lo que me ha movido a escribir este párrafo como homenaje en vida a los ya conocidos héroes de Fukushima.
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