La caja quedó olvidada en el desván con las diminutas esferas pegadas y un día, cuando Inés fue a buscar un cesto de mimbre que recordaba haber visto allí abajo, topó con ella. Al verla, la reconoció como aquella caja que contuviera unos zapatos rojos de tacón, los que tantas veces se había puesto a escondidas, porque le gustaba como le quedaban a su madre cuando se enfundaba en el vestido de sirena color aguamarina, fue hacía ella, extrañada de que aún permaneciesen allí aquellos zapatos que tantos recuerdos le traían. Su sorpresa fue grande cuando vio que estaba vacía, se preguntó qué hacía allí entonces la caja. Se detuvo un poco acercándose a la luz de la bombilla de 60 Watios de luz amarillenta y entonces los vio, las paredes de su caja estaban llenas de discos redondeados oscurecidos unos, más claros otros, en ese mismo instante se olvidó de lo que había venido a hacer y subió corriendo las escaleras. Preguntó a su madre que se encontraba inmersa en la tarea de hacer un pastel de hojaldre relleno de una crema de frutas tropicales. Su madre siempre estaba dispuesta a contestar, a complacer aunque últimamente la cabeza le hiciera alguna broma y no la dejara concentrarse lo suficiente cuando más de dos cosas querían apoderarse de su atención. La voz de Inés se escuchó clara interrogando por el contenido de aquella caja, pero ella estaba absorta en el relleno de su pastel y en la melodía que sonaba en la radio, el Adagio que fue tema principal de la película "Anónimo veneciano".
¿La caja? ¿qué caja? dijo para ganar tiempo.
Cuando se la mostró se echó a reír, Inés no comprendió, porque los jóvenes tienen la tendencia a olvidarse de todo aunque sus neuronas funcionen con mas agilidad que las de sus padres.
¿No recuerdas? dijo la madre, son los huevos que pusieron las mariposas, saldrán gusanos de seda.
¿Gusanos? ¡Qué asco! dijo Inés, dejando la caja sobre el suelo, cerca del balcón que se abría a la calle principal y se marchó sin más.
La madre se limpió las manos y tarareando se acercó a la caja, la abrió con ternura y sonrió ante la vista de los huevos a punto de eclosionar, supo en ese instante que además de todas las tareas que ya tenía acababa de adquirir otra, habría que ir a buscar hojas de morera en cuanto esos pequeños naciesen.
Al cabo de un tiempo, observó que Inés se acercaba a la caja para ver como aquellos gusanos de color gris y aspecto blando devoraban las hojas sin descanso.
¿Es que nunca duermen? preguntó.
No creo que puedan ni tengan tiempo, dijo la madre mientras lloraba a la vez que pelaba una cebolla.
Inés nunca trajo una hoja de morera, ni acompañó a su madre a buscarlas, sin embargo, le gustaba sacarlas del frigorífico donde estaban almacenadas para su conservación y echarle hojas nuevas aún sin haber terminado las anteriores. La madre la miraba y hacía un movimiento de cabeza en señal de recriminación. Inés no entendía porqué no podía hacerlo.
Un día dejaron de comer, habían crecido mucho en longitud y grosor y empezaron a expulsar un hilo pegajoso donde poco a poco iban quedando encerrados. La madre pasaba tiempo en la observación de tan laboriosa tarea mientras hacía sus guisos, cosía y escuchaba la música que le permitía soñar cada tarde. Inés iba y venía apresurada, ahora levantaba la tapa, ahora la cerraba de nuevo.
Un día todo quedó sumido en el silencio y la magia llenó las paredes de la caja, hasta ahora vulgares y grises, de capullos sedosos, amarillos unos, blancos otros, suspendidos de la nada.
La tapadera permaneció abierta muchos días porque la madre así lo deseaba, era un prodigio de la naturaleza y un bello milagro lo que allí había sucedido en tan corto espacio de tiempo.
Una tarde en la que Inés había salido con amigos la madre vio como se abría un pequeño agujero en el extremo del capullo, un casi invisible agujero por el que se deslizaba una mariposa empolvada, de alas grisáceas. Emocionada se quedó allí, sin hacer nada, escuchando su música, pendiente del latir dentro de los capullos, una tras otra las mariposas fueron saliendo y uno tras otro recogió los capullos con sumo cuidado.
Mucho tiempo después, un día en que Inés fue a la casa de sus padres y bajó al desván a buscar unas cajas que contenían fotografías de antaño, topó de frente con la caja que sirviera durante años como costurero, no tuvo que hacer muchos esfuerzos para recordar los objetos que solía contener : un huevo de madera para zurcir, hilos de mil colores, agujas de todos los tamaños, un pequeño cojín para pinchar las agujas enhebradas, una bolsa llena de coloridos botones, algunas cremalleras, el metro y unas tijeras de la marca Palmera. La abrió con el deseo de que todo aquello permaneciese intacto, ya el olor le evocaba las tardes en las que, mientras ella divagaba sobre lo que se iba a poner o no para salir y en cómo se iba a peinar, su madre extraía una aguja del canutero y elegía afanosamente un botón que viniese bien con el color de la tela.
Cuando por fin abrió la tapa su perplejidad fue mayúscula, sus ojos se agrandaron tanto que dos lágrimas vinieron a rodar por sus mejillas.
Allí estaba guardado el tesoro de aquellas tardes de primavera, el recuerdo de la vida y la metamorfosis, en forma de pequeños óvalos amarillos y blancos.
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