Apareció por
Navidad y se adueñó de su cuerpo exhausto, una tos pertinaz que quebró su
sonrisa y anuló sus pulmones. Su corazón intrépido compitió en una carrera de obstáculos y
perdió.
No hubo pavo
y de las panderetas, apenas se oyeron los platillos cuando chocaron entre sí,
al dejarlas unas manos temblorosas, escondidas en un armario.
Caía la
tarde cuando se hizo el silencio. La tos cedió y al fin pudo desanudar su trenza,
la hermosa cabellera caía sobre sus hombros rosados, sembrados de pequeñas pecas, los mismos que
durante un tiempo infinito tuvo cubiertos de vasta tela marrón. La que un día
prometiera ponerse si la guerra le devolvía a los suyos íntegros de corazón y
mente.
Pudo también
desterrar sus gafas y proclamar, como una adolescente, la belleza de su mirada
gris e intensa.
A su familia,
su muerte no le pareció ninguna broma a pesar de acontecer el día de los Santos
Inocentes, sin embargo, ella parecía reír, inerte sobre su cama, inmune ya al dolor y a los desatinos terrenales.
En el mismo entorno donde lloraban su ausencia,
sobrevoló jovial sus cabezas y limpió las lágrimas con el suave manto
pelirrojo.
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