Era un piso muy pequeño y una época de carencias pero la edad sólo permitía ser feliz. La infancia transcurrió entre los puentes que cruzaban el río Albarregas. El olivar daba sombra y un lugar para colgar el columpio. Ni ordenador, ni vídeo juegos, ni actividades extraescolares; nada hizo falta para colmar las tardes de ilusión. Los domingos por la mañana con un paquete de pipas y unas gominolas santificábamos las fiestas.
En la edad más difícil, una mudanza, pero en aquella casa se podía correr por el pasillo. Sandro Giaccobe comía del jardín prohibido y conocía a una señora que vivía allí en frente en la misma calle suya, los Eagles frecuentaban el Hotel California y Alan Parson ponía el Ojo e el Cielo, Don Justino tiraba por la ventana la lagartija que no estaba matriculada y en los recreos la pelota rodaba hasta los pies de los chicos más guapos del instituto.
Pasó el tiempo en una bocanada de aire y llevándose las tristezas del primer amor, nos alejó de la mirada paternal. Un autobús de mediodía nos cambió la casa amplia y confortable por un minúsculo cuarto ubicado en el pasillo gris y estrecho de una inmensa casa de patios con palmeras. Derrochamos la adrenalina de lo inexplorado y supimos de la soledad que nos cubría como una espesa neblina en las tardes de domingo. Las aulas atiborradas de rostros, los recorridos interminables en autobús, la bata blanca y el microscopio, los paseos en Vespino, los cortadillos de cidra, Osiris y la Catedral Sumergida. Todo sirvió para despegar y crecer, pero al llegar a este punto para poder continuar escribiendo aún tengo que crecer mucho más para que mientras lo hago, ni el más leve atisbo de culpabilidad frene mis dedos.
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