Una melodía. Tu cuerpo cálido. Besos. Risas. Caricias. Abrazos. Susurros. Palabras. La luna.
Nunca pensó Urminda que aquella sábana que ella misma bordó para su ajuar acabaría por estrenarse seis décadas después. Una sábana de algodón egipcio, blanquísima, cálida, engalanada con festones recortados a mano y flores de hilo del mismo color, bordadas con mimo y entusiasmo. Una sábana que guardó y día tras día permaneció en un arcón centenario.
Será para mejor ocasión, decía volviendo a guardarla cada vez que iba por fin a atreverse a sacarla de su escondrijo.
No le pareció que pudiera llegar mejor ocasión que aquella en la que su hija, visiblemente emocionada, le dijo que compartiría su vida con el hombre que la amaba.
Antes de entregársela, Urminda puso todo su afán en explicarle como debía cuidarla mientras su hija permanecía sonriente, con las manos extendidas, a la espera de que tan preciado regalo llegase a su lecho.
Acostumbrada como estaba la sábana a permanecer en el silencio y la oscuridad, se expandió con el vaivén de los amantes y los envolvió completamente para que la intimidad no transcendiera las paredes de su dormitorio, mientras sus almas se amaban.
Después de la danza amorosa la sábana permanecía impoluta, como recién colocada. Era
tan apasionante formar parte de su juego de enamorados que cada noche los invitaba, con su blancura y su calidez, a reposar sobre ella.
No hacían más que envolverse en ella y sus pies comenzaban a buscarse en un intento de intercambiar calor y ternura, acto seguido, sus cuerpos, muy próximos el uno al otro, se anudaban sin dificultad, para después permanecer toda la noche dormidos y libres sobre la anciana sábana de algodón que renacía cada día durante el sueño de los enamorados.
Nunca pensó Urminda que aquella sábana que ella misma bordó para su ajuar acabaría por estrenarse seis décadas después. Una sábana de algodón egipcio, blanquísima, cálida, engalanada con festones recortados a mano y flores de hilo del mismo color, bordadas con mimo y entusiasmo. Una sábana que guardó y día tras día permaneció en un arcón centenario.
Será para mejor ocasión, decía volviendo a guardarla cada vez que iba por fin a atreverse a sacarla de su escondrijo.
No le pareció que pudiera llegar mejor ocasión que aquella en la que su hija, visiblemente emocionada, le dijo que compartiría su vida con el hombre que la amaba.
Antes de entregársela, Urminda puso todo su afán en explicarle como debía cuidarla mientras su hija permanecía sonriente, con las manos extendidas, a la espera de que tan preciado regalo llegase a su lecho.
Acostumbrada como estaba la sábana a permanecer en el silencio y la oscuridad, se expandió con el vaivén de los amantes y los envolvió completamente para que la intimidad no transcendiera las paredes de su dormitorio, mientras sus almas se amaban.
Después de la danza amorosa la sábana permanecía impoluta, como recién colocada. Era
tan apasionante formar parte de su juego de enamorados que cada noche los invitaba, con su blancura y su calidez, a reposar sobre ella.
No hacían más que envolverse en ella y sus pies comenzaban a buscarse en un intento de intercambiar calor y ternura, acto seguido, sus cuerpos, muy próximos el uno al otro, se anudaban sin dificultad, para después permanecer toda la noche dormidos y libres sobre la anciana sábana de algodón que renacía cada día durante el sueño de los enamorados.
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