Volvía a su lugar al lado de ellos y les tiraba de las manos para que bailaran con ella, para girar juntos, para que soltaran su cuerpo y se dejaran llevar por la melodía y por la risa, para que erraran el paso y lo recuperaran, para hacerlos fuertes y seguros, para demostrarles que el cuerpo les pertenecía. Ellos, medio tímidos medio entusiasmados movían sus pequeños pies, a veces con soltura, a veces con pereza. Unas veces desganados, otras muertos de risa.
Juntos, giramos y giramos, muchas tardes, infinitas tardes.
El tiempo que todo lo envuelve, ni quita, ni pone. El tiempo no cambia ni altera la percepción de lo que se vive y por encima de todo queda la música. Por encima de las circunstancias. Por encima de los conflictos. Por encima de la distancia y por encima del orgullo o la soberbia.
La música que permanece en el corazón todo lo puede.
Unidos por esas vivencias y en estrecha comunión hay un punto de reunión que nunca nada matará porque es indestructible, es eterno.
¿Queréis que le demos un nombre?
Amor fraterno.
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