Cuando vi los libros de texto apilados sobre la mesa esperando a sus nuevos dueños sentí un extraño desasosiego al pensar que caerían en manos diversas. Tal vez, ojalá, fueran tratados con mimo y acariciados cada tarde mientras en la cocina olía a tomate recién hecho. Estaría muy bien que ocuparan un sitio preferente en la casa teniendo la oportunidad de mostrar toda aquella sabiduría contenida en sus páginas,
Me dio por pensar en que en algunos lugares de la Tierra, donde los niños son esclavos de los hombres, allí donde son vendidos a un circo por unas monedas, donde después de ser despojados de su dignidad son abandonados a su suerte, me dio por pensar, decía, que nunca podrían percibir el olor a papel de un libro nuevo, ese olor que me trae al recuerdo la imagen de las tardes de otoño, alfombradas de hojas y de sol. Mis hermanos y yo camino de la Imprenta Elena, atravesando el puente sobre el río Albarregas. Que olor más delicioso, a lápices con la punta afilada y a gomas de nata.
No quiero pensar que esos libros apilados puedan llegar a casas donde no sean bien recibidos, donde se arrinconen y se cubran de polvo, donde nadie piense en saber qué guardan.
Se me parte el alma si pienso, que hay lugares en la Tierra, en el siglo veintiuno, donde unos hombres esclavizan a otros y los privan de la libertad y el conocimiento.
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