Para
aliviar el calor de la atmósfera africana, me senté en el umbral con un libro
de poemas. Apenas alcanzaba a definir la silueta de las palabras escritas, con
la luz del farolito polvoriento.
Daban
las diez en el reloj de la iglesia cuando un coche frenó para no atropellarte.
Me mirabas desafiante y tus infinitos ojos verdes acabaron con mi rol de
lectora nocturna. El ruido de una lata sobre el asfalto rompió el hechizo.
Mientras
te relamías supe que era el interés el que te movía a mirarme y que
ansiabas acercarte a mis manos de
pescadera.
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