Había pasado
tanto frío en aquel paraje inhóspito que casi no recordaba la sensación que
producen los rayos de sol sobre la piel desnuda.
Agazapada
bajo un árbol, aspiró el aire en una bocanada profunda, aire helado que, sin
embargo, puso fin a la desazón que la incendiaba por dentro. Miró las pisadas sobre
la nieve y con una decisión impropia por lo olvidada, abandonó su mochila y giró
sobre sus pasos.
Tomó un nuevo camino para el regreso, un
sendero desconocido a sus sentidos y comprobó que la nieve se hacía cada vez más
blanda para, en pocos minutos, desparecer bajo sus pies desnudos dejando ver un suelo, prieto, oscuro, colmado de vida. Oyó tras de sí, que una voz reverberaba en el bosque gritando
airada su nombre. En otra ocasión se hubiera vuelto asustada, hubiera corrido
hacia ella tratando de impedir que los gritos provocaran el alud que amenazaba
día tras día con tragárselos a todos.
Hoy, no mutó
su rostro ni cambió su paso. Después de mucho tiempo se sintió libre y, decidida,
se alejó del rastro que durante mucho tiempo había frenado sus pasos. La culpa
quedó enterrada para siempre en la nieve.
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