Una recta interminable y sin arcenes me condujo cada día y durante seis años hasta aquel Centro de Enseñanza situado en un pueblo agrícola, entrañable y silencioso.
Salía yo de un duro trance en mi vida cuando el destino me llevó hasta allí. Toda la paz de sus calles despobladas, se instaló en mi alma. En él pude ver la vida con una luz más diáfana.
Cada mañana al subir las escaleras, un grupo de chicos y chicas con el despiste impuesto por la edad, charlaba y reía en la puerta de la clase.
Aunque no le di clases el primer curso, le reconocí enseguida como una buena persona. Su sonrisa amplia y su mirada franca lo delataban.
Fue el curso siguiente que tuve la oportunidad de tratarle directamente y, efectivamente, en nada me había equivocado. Su sonrisa era lo más grato del trabajo en aquellos días en que coqueteaban la Secundaria y el Ministerio de Educación.
Ha pasado mucho tiempo pero su sonrisa sigue indemne. Ni el exceso de trabajo, ni las responsabilidades del que deja de ser estudiante le han hecho perder la afabilidad ni tampoco la energía que lo caracterizaba.
Tan buen profesional como estudiante ahí estás siendo respetado y querido por todos, no podía ser de otra manera, a las personas bondadosas, a las almas generosas, solo les puede ocurrir cosas buenas.
Mi querido alumno, mi querido amigo. Siempre gracias.
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