Será porque soy excesivamente sensible, rayando tal vez en la mojigatería, que me afectan profundamente las palabras dichas con la intención de herir, estudiadas, meditadas hasta el extremo de pronunciarlas en un momento puntual y especialmente tenso.
Se me parte el alma si pienso que esas palabras no venían de un enfado ocasional si no que se iban tejiendo poco a poco, día a día, ocupando un sitio extenso en la boca de tu estómago y en tu cerebro.
Temía imaginar, pero sucedió muchas veces, que de pronto, un día, el más inesperado de todos, aquel en el que todo iba transcurriendo con normalidad, la presión hacía estallar lo gestado, arrollando en un ciclón de improperios bien atesorados, a propios y extraños, sobre todo propios.
Tras las palabras emitidas a un volumen de discoteca zanjabas la cuestión con un golpe seco e impersonal, sobre un mueble, sobre un tabique, haciéndote daño en los nudillos.
No podía reprimir las lágrimas de incredulidad y de impotencia, no podía disimular el desencanto y sólo quería besarte para ver si el hechizo era reversible.
No digas nunca que abandoné di que preferí seguir siendo de colores.
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