por CoraEspaña / 1969
Había colegio por la tarde cuando yo era niña. En invierno, aunque saliéramos a las cinco, siempre se hacía de noche atravesando ese puente de piedra que separaba el colegio de mi casa.El puente por donde pasaba el río Albarregas, que se desbordaba cada invierno, por lo que era impracticable pasar por aquellas grandes piedras a las que llamábamos familiarmente pasaderas.De cualquier modo, de noche, con aquella vegetación exuberante, aquellos ruidos extraños que salían de entre la maleza y aquel temporal de frío y agua, no me dejaba otra opción que la de atravesar aquel puente que estaba solitario y lleno de charcos que seguían llenándose de lluvia fría e interminable.Seguro que me habían dejado castigada algún rato por no haber terminado los deberes. Era, yo, una niña soñadora que se entretenía con cualquier cosa que pasara volando por la clase; creo que de ahí viene el tema de que ahora, de mayor, algunas veces me salgan alas y me guste atravesar sendas desconocidas para acercarme a algunas personas…Bueno, que me desvío del tema.El caso es que esa tarde oscura de cielo relampagueante y enfadado, sentí miedo, mucho miedo a la soledad, a la muerte. Quizá ese fue el primer sentimiento consciente del miedo físico en mi piel; temblaba y casi lloraba.Corría, corría, y cada vez estaba más oscuro y cada vez el puente se hacía más largo, como si mis pies se moviesen a cámara lenta, como si de una forma consciente, alguien manipulara mis músculos y los ralentizara.Así, empapada, aterida de frío, llorosa, temblorosa y llena de miedo; llegué al portal de mi casa.La luz de la escalera se había ido, y tuve que subirlas a tientas. Entre sollozos, mis siete u ocho años no eran suficientemente valientes para afrontar situaciones semejantes.Cuando por fin llegué delante de la puerta y llamé impaciente, escuché dentro la voz de mi madre que se hacía más patente a medida que se acercaba para abrirme.Mi corazón se expandió, y sentí un gran alivio al sentirme en casa. Las lágrimas se confundieron con la inocente lluvia que me cubría. Ella me saludó efusiva como siempre y lamentó que me hubiese mojado de esa forma.Yo lamenté que ella no hubiese estado unos minutos antes para apretar mi mano en la oscuridad que se cernía sobre mi corazón, trayendo unas sensaciones tan impropias para una niña tan pequeña.
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