Traduciendo los sentimientos

viernes, 20 de abril de 2018

COBRE Y ORO


Mi abuela tenía una larga y delgada trenza que antaño fue una melena preciosa, espesa y rizada. Ella contaba a menudo, que en otra vida fue un pez mitológico y ajustaba mucho su corpiño para acentuar su silueta de reloj de arena.
Su casa estaba llena de elementos marinos y en una caja de nácar guardaba pequeños guijarros moldeados por las olas, restos de conchas y púas de erizo, moradas y verdes.
Mientras ella relataba sueños y delirios envueltos en palabras de las que no sabía su significado, pero que sonaban melodiosamente en su boca, retozaba en su alfombra repleta de algas, pólipos, ofiuras y caballitos de mar.
Una mañana de viento imposible y temporal costero mi abuela dejó para siempre la vida terrestre.
En un baúl de tachuelas doradas y tiras de cuero encontré una reliquia de 1627, un llamativo y exótico estandarte que decidí colocar en la balconada que daba a la calle principal.

De manera fortuita y bajo el título “Metamorfosis” me encontré, años después, conmigo misma en una galería de arte. Sonreí porque solo yo sabía que su rostro y sus preciosos rizos de cobre y oro completaban la estampa que deliberadamente mostraba a medias.

Antinatural


De todas las fotografías para las que he posado, esta es la que más me gusta.
Ventiladores que agitaban mis vestidos vaporosos, miradas felinas en Atacama, bikinis en la Antártida, pieles naturales en Gobi, pijamas a medio abrochar en Wall Street, tacones de ejecutiva en el monte Bolingo.
 Cientos, miles de fotografías y en todas, sin excepción, mi rostro impoluto, como una manzana recién cortada, sonrosada y sin arrugas incipientes que hicieran presagiar la tan temida oxidación de la epidermis y por ende, mi decadencia.
Esta es, sin duda,la mejor, una oda a la vida, en ella muestro mi lado más humano y más travieso. El que hace mohines para provocar risas o carantoñas de gatito que ronronea buscando una caricia. Repeinada y despeinada, sin rulos, sin planchas, sin tintes, sin máscara.
La llevo siempre conmigo porque cuando alguien desea recordarme qué soy y cómo debo comportarme, al primer comentario soez, jocoso, impertinente o envidioso, la miro reiteradamente, con insistencia, la fijo y la aprendo de memoria, luego me concentro unos segundos y como una contorsionista, estiro y tenso mis músculos, los elevo y lo relajo y haciendo combinaciones imposibles, consigo que hasta las arrugas que no tengo afloren.