Traduciendo los sentimientos

domingo, 3 de agosto de 2008

EL BOSQUE ENCANTADO, EL ARMADILLO PERDIDO , LOS AMIGOS REENCONTRADOS

Tenia la costumbre de ir todas las tardes un ratito por mi parte del bosque, era una parte preciosa, llena de hiedras que se enredaban cariñosamente alrededor de aquellos árboles ancianos que como tales tenían su tronco enorme y retorcido, fruto de su experiencia en ese suelo que acogía sus raíces desde sabía Dios cuantos años atrás. En esa época, el campo estaba lleno de rojas amapolas que cimbreaban sus rugosos y finos pétalos al compás de la brisa, que les hacía despeinarse y enseñar su grueso boton negro donde anidaban las semillas de la vida. Margaritas pequeñas, lirios y aquellas flores que siempre me gustaron tanto y que eran tan minúsculas que casi había que sentarse en el suelo o mejor tumbarse para apreciar su belleza de tonos azulados o anaranjados, que de las dos maneras las había, Anagalis se llamaban. Pues bien, una tarde en que como otras paseaba por mi parte del bosque, escuché unos sonidos extraños entre la hojarasca y casi tuve miedo de acercarme, era un sonido como nunca había escuchado, estaba segura de que no era un pájaro y segura también de que por aquellos lares, no había leones, ni tigres; no era un silbar de serpiente, ni un croar de rana. Era… no sabía como explicarlo, como un quejido, de animal herido, un quejido que llegaba al corazón, fue por eso que decidí adentrarme, no sin cierto temor, entre las ramas llenas de espinas que arañaron mis piernas desnudas. No importó en ese momento, cada vez el sonido era más claro y la certeza de que aquello que se escuchaba era un quejido, se afianzaba más y más. Ahí estaba, en el medio de un pequeño socavón horadado en el terreno, un armadillo, un armadillo prehistórico diría yo, por su aspecto, pero por Dios como ha llegado aquí esta criatura, me decía a la vez que daba cortos pasos en su dirección. Estaba tumbado, abatido, con una herida de arma de fuego en su rostro. Sangraba levemente e intentaba levantarse pero volvía a derrumbarse en cuanto sus patas tenían que soportar el peso de su cuerpo. Que pena me dio verlo así y sin embargo, ¿qué podía hacer yo? ¿Cómo curarlo, cómo transportarlo, cómo devolverle la vida y sobre todo, cual seria su sitio y de dónde habría salido aquel bichito tan extraño de armadura grisácea y punzante? Por la otra parte del bosque, yo sabía que todos los días paseaba un hombre que al salir del trabajo, hacía el camino de vuelta a casa a pie, varias veces se habían parado a hablar en la parte en la que confluían los dos caminos y varias veces habían optado por hacer el camino juntos, por su parte o por mi parte del bosque. En la suya abundaban de pájaros coloridos que siempre cantaban y animaban su camino de ida y de vuelta. Era un hombre sencillo, amable, cariñoso y a veces, la gente se aprovechaba de su bondad pero el no quería cambiar y a veces estaba triste por tantos desplantes. Yo desde mi parte, sembraba flores en su camino, para que se sintiera acompañado y él, convencía a los pájaros para que a la hora de hacer yo mi paseo vinieran a saludarme gorgojeantes. Fue así como me acordé que podía pedirle ayuda, seguro que estaba dispuesto. Lo estuvo y juntos construimos una especie de camilla improvisada, lo malo fue hacer palanca para montar ahí al armadillo que seguía quejicoso y no fue mucho mejor cuando tuvimos que emprender el camino hacia mi casa sobre todo porque la casa de aquel hombre, estaba muy lejos de la mía, en otra ciudad, en otro país. Como toda la magia se reúne cuando las intenciones están llenas de amor, conseguimos por fin que el armadillo descansara en mi casa. En una cama improvisada hecha sobre un gran cesto que antes sirvió para guardar ropa lo acomodé y lo coloqué debajo de una planta enorme que me acompaña cada día, para que se encontrara en su ambiente, claro, suponiendo que este fuera su ambiente porque la verdad es que yo aún dudaba que este bichito fuera de este planeta o al menos de esta época. Ahí le ofrecí mis cuidados y poco a poco la herida se cerró y poco a poco se acostumbró a mi compañía y yo a la suya. No sólo era prehistórico como pensé cuando lo vi, si no que no tenía ni idea de cómo había llegado al bosque aquella tarde, sin embargo, me dijo algo que me dejo pensativa, dijo: igual me dejaron ahí porque te hacía falta mi compañía… Tal vez, le dije, pensando en cuantas vueltas daba cada tarde pensado en la finalidad de mi existencia. Te habías puesto pesadita con el tema, dijo él riéndose. Lo más fantástico es que era mágico y una tarde sacó un par de alas irisadas y me las ofreció diciendo, a partir de hoy, irás con alas y yo volaré a tu lado. ¿Tú volar? Me reí. Claro por supuesto, es lo que he hecho toda mi vida, recorrer el universo volando. Me asombré un poco. Siempre acababa por sorprenderme este animalito punzante. Una día cuando volví del trabajo había estado viendo la tele, programas basura a cual peor, y ni corto ni perezoso se había ido a la calle, a copiar algunas ideas que lo habían ilustrado en la mañana. Cuando lo vi no podía creerlo, se había rapado las púas y se había hecho un tatuaje en el lomo, AMOR DE MADRE, se había puesto ahí en letras gruesas para que destacara bien en su dura piel grisácea. Pero ¿qué has hecho? Grité echándome las manos a la cabeza, no es posible, no es posible. ¿Ahora como vamos a salir por ahí? todos nos tacharán de locos, tu con esas pintas y yo con esas alas y descalza, ahora nos tendremos que quedar aquí encerrados hasta que te crezcan las púas y se camufle esa frase estúpida que te has puesto ahí, bueno, tú, te quedarás encerrado porque yo me pienso ir como cada tarde a descubrir el verde del bosque, su frescor y su color. A la hora de salir, me puse las alas y el vestido de volar y deje mis sandalias junto a la ventana. Cuando estaba subida en el alfeizar justo para emprender el vuelo, miré hacia atrás, hacia su cesto, acurrucado y triste, una gran lágrima había hecho un charco sobre el suelo. Pensé en ese momento que era injusta e intolerante algo que siempre había criticado en los demás, al fin y al cabo, el había definido su personalidad de alguna forma y se había sentido libre y feliz, y yo, había venido imponiendo mi voluntad a costa de pisotear la suya. Me baje de la ventana, fui hacia el cesto y acaricié su lomo que aún pinchaba. Me acerqué y en voz bajita le dije al orificio que introducia mi voz en su oído, anda ven, sin ti, no sería lo que soy, sin ti, no tendría estas alas tan bellas, y mi caminar sería mucho más carente de sentido. Ven conmigo anda, que si se ríen de nosotros será porque seguramente esas personas no han alcanzado aún, su libertad y no se atreven a hacer lo que les gustaría realmente. Se levanto ágil y juntos desde la ventan emprendimos el vuelo. Desde las alturas saludamos a nuestro amigo que andaba haciendo curvas entre su parte y mi parte del bosque, para tener color y sonido, para alegrar su camino de vuelta a casa. Nos reímos los tres y el armadillo y yo, prometimos bajar en la confluencia entre los caminos, para contarle el episodio y compartir con él nuestras risas por la situación tan disparatada que habíamos vivido en la mañana.

un recuerdo infantil

por CoraEspaña / 1969
Había colegio por la tarde cuando yo era niña. En invierno, aunque saliéramos a las cinco, siempre se hacía de noche atravesando ese puente de piedra que separaba el colegio de mi casa.El puente por donde pasaba el río Albarregas, que se desbordaba cada invierno, por lo que era impracticable pasar por aquellas grandes piedras a las que llamábamos familiarmente pasaderas.De cualquier modo, de noche, con aquella vegetación exuberante, aquellos ruidos extraños que salían de entre la maleza y aquel temporal de frío y agua, no me dejaba otra opción que la de atravesar aquel puente que estaba solitario y lleno de charcos que seguían llenándose de lluvia fría e interminable.Seguro que me habían dejado castigada algún rato por no haber terminado los deberes. Era, yo, una niña soñadora que se entretenía con cualquier cosa que pasara volando por la clase; creo que de ahí viene el tema de que ahora, de mayor, algunas veces me salgan alas y me guste atravesar sendas desconocidas para acercarme a algunas personas…Bueno, que me desvío del tema.El caso es que esa tarde oscura de cielo relampagueante y enfadado, sentí miedo, mucho miedo a la soledad, a la muerte. Quizá ese fue el primer sentimiento consciente del miedo físico en mi piel; temblaba y casi lloraba.Corría, corría, y cada vez estaba más oscuro y cada vez el puente se hacía más largo, como si mis pies se moviesen a cámara lenta, como si de una forma consciente, alguien manipulara mis músculos y los ralentizara.Así, empapada, aterida de frío, llorosa, temblorosa y llena de miedo; llegué al portal de mi casa.La luz de la escalera se había ido, y tuve que subirlas a tientas. Entre sollozos, mis siete u ocho años no eran suficientemente valientes para afrontar situaciones semejantes.Cuando por fin llegué delante de la puerta y llamé impaciente, escuché dentro la voz de mi madre que se hacía más patente a medida que se acercaba para abrirme.Mi corazón se expandió, y sentí un gran alivio al sentirme en casa. Las lágrimas se confundieron con la inocente lluvia que me cubría. Ella me saludó efusiva como siempre y lamentó que me hubiese mojado de esa forma.Yo lamenté que ella no hubiese estado unos minutos antes para apretar mi mano en la oscuridad que se cernía sobre mi corazón, trayendo unas sensaciones tan impropias para una niña tan pequeña.