
No había depositado aún la última en su cesto de mimbre cuando sobre su cabeza se proyectó una sombra que le dio un respiro. Alzó los
ojos y vio que era una nube pequeñita, pequeñita, la que desafiaba al astro gigante.
La llovizna inicial que resbaló tímidamente por su rostro fue
muy bien acogida, sin embargo, en cuestión de unas horas, el agua subía dos
palmos por encima del plinto del patio. La gota fría volvía a visitarla.
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