Sonriente y afable nos recibía en la cocina, qué mejor sitio. Su cuchillo de un largo inusual se movía con destreza en su mano haciendo saltar las cáscaras de las patatas por el aire, luego, las cortaba con determinación, finas, largas, parejas. En una olla agitada las presas se movían entre tomates y pimientos y los huevos, cocidos, esperaban ser pelados. La lechuga rebosaba verde y la sal iba y venía del salero a sus manos y de sus manos a la sartén.
Sus ojos, enormes y cansados expresaban la dulzura de la niña que con cinco años dejó de serlo. Una madre arrebatada por la muerte y un padre enfermo fueron su herencia temprana, sin embargo, siempre nos esperaba con una gran sonrisa en su boca desdentada. Su pelo plateado que azuleaba, su cuerpo rechoncho y acogedor y sus manos siempre dispuestas a tejer y a meceros, quedaron inertes una mañana de abril, mientras esperaba el momento en que sus piernas volvieran a saltar obstáculos.
Nunca estuvo tan ligera como en aquel momento en el que su alma se liberó de un cuerpo que la había defraudado.
Sus ojos, enormes y cansados expresaban la dulzura de la niña que con cinco años dejó de serlo. Una madre arrebatada por la muerte y un padre enfermo fueron su herencia temprana, sin embargo, siempre nos esperaba con una gran sonrisa en su boca desdentada. Su pelo plateado que azuleaba, su cuerpo rechoncho y acogedor y sus manos siempre dispuestas a tejer y a meceros, quedaron inertes una mañana de abril, mientras esperaba el momento en que sus piernas volvieran a saltar obstáculos.
Nunca estuvo tan ligera como en aquel momento en el que su alma se liberó de un cuerpo que la había defraudado.
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