Todos los días le parecían iguales, sin embargo, la
atmósfera era cambiante, la luna crecía y menguaba cada mes, pero hasta eso le
parecía aburrido. Los mismos ciclos, las mismas pautas.
Una mañana se levantó y se vio sola. Su marido había muerto y la casa en la él que creció, fue vendida en pocos días.
Cada tarde, cuando paseaba con su perro por las calles, sentía que el mapa de su memoria estaba borroso, a veces no sabía en qué calle se
encontraba y cuando por fin lograba recuperar el sentido de la orientación, se derrumbaba
al pensar que todo había cambiado tan deprisa, que no le había dado tiempo a vivir plenamente con esa persona por la que sentía tanto amor. Por otra parte, el apego hacia aquella casa donde él creció y donde tuvieron muchas vivencias, le impidió, durante días pasar por la calle donde
estaba ubicada.
Qué monótono era todo. Todos los días eran iguales, teñidos
de gris y carentes de risa. Se preguntaba por qué no vivió cada minuto presente
y por qué se empeñó en tachar uno a uno los días del calendario con su mano
temblorosa e inconsciente. Se preguntaba qué es lo que la había llevado a vivir
pensando en un futuro incierto. Se lamentó de no haber bebido sorbo a sorbo la
vida. Sin prisas.
Mientras estaba en estos pensamientos, se dio cuenta de que
hacía lo mismo que antes hizo, pensar en que mañana todo sería diferente y
mejor pero, mientras tanto, el tiempo inexorable impulsaba las manecillas de aquel reloj que
con estridencia exigía su sitio.
Se levantó decidida y con presteza lo desterró para siempre de su vida.
Cuentan que desde entonces nunca más volvió a oírse un tic tac que no fuera el de su
corazón consciente del ahora.
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