En un edificio repleto de personas, con los pasillos atestados de adolescencia, alguien se sintió hoy sola y perdida hasta el punto de llorar y sentir que se desvanecía. Su mundo interior, cuadriculado, supongo, por lo estructurado y ordinario se desarmó cuando surgió un imprevisto y comprobó que no estaba en el lugar que debería, como cada día, ocupar a esa hora concreta. Sus pequeños pies deformes y sus andares fatigosos acompañaban a sus lamentos verbales sobre el desastre que era sentirse sola y perdida en aquel laberinto de pasillos y escaleras.
Menos mal que te he encontrado, me decía, mientras a través de sus espesas pestañas largas y de un negro insondable caía una lágrima. Quédate conmigo, continuó mientras con una mano pequeña y gordezuela se aproximaba para comprobar que la mía comprendía el gesto.
Me sentí vulnerable ante la desdicha y miré hacía otro lado para no mostrarle mi debilidad, para que se sintiera protegida por mi seguridad que falló cuando me sentí una con ella.
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