Traduciendo los sentimientos

miércoles, 10 de agosto de 2016

CUADERNO DE NOTAS

Erase una vez una gran ciudad en cuyos veranos hacía muchísimo calor y de cada ventana de cada monstruoso bloque de vivienda pendía un aparato de aire acondicionado. Dentro de las casas se podía vivir, aunque, respirar, lo que se dice respirar...
En la calle y también por esa causa la temperatura iba aumentando con cada nuevo verano.
La ciudad tenía grandes avenidas con árboles gigantescos, catalpas y falsos pimenteros, mimosas, robles y abedules. Magnolios grandiflora y ficus gigantes con raíces fúlcreas. Siempre que iba por allí se sentía como en casa, la sensación de que algo de aquello le pertenecía no se despegaba de su piel, sin embargo, ese calor agonizante era mucho más de lo que podía soportar.
Quizá se hacía mayor, o quizá había perdido la costumbre de poner los pies sobre su asfalto incandescente.
Por el carril bici lo vio llegar, sin embargo, iba a pie. Acababa de aparcar su coche en una calle adyacente y miraba a un lado y otro buscándola. Aunque ella alzó un brazo en señal de saludo él no la vio y entonces, aprovechó para observarlo mientras, él hacía una llamada telefónica.
El teléfono de ella vibró dentro de su bolso pero no quiso cogerlo. Esperó unos segundos más para así poder impregnarse de los rasgos de su niñez. Aquellos ojos seguían siendo los mismos ojos curiosos, y su boca se movía levemente como si de vez en cuando mascara un chicle imaginario.
Era el mismo niño pequeño al que cantaba canciones inventadas cada día de su vida, cada hora o cada minuto si hacía falta.
Sacó su teléfono del bolso pero ya no hizo falta descolgar, el la vio y le sonríó. Sin embargo, y aunque fue en busca de su abrazo, en su sonrisa faltaba la alegría de la niñez.
Quiso retenerlo unos minutos contra su pecho para ver si en una canción inaudible podía devolverle la inocencia y la dicha.

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