PARTE I
Movió los labios pidiendo a Dios, o al viento, no haberse
vuelto loca.
Cuando llegó a aquel pueblo polvoriento creyó ahogarse en
lágrimas de barro pero no hubo tiempo, tenía
que comenzar a extraer y colocar
lechugas en cajas que se apilaban
interminablemente en su área de trabajo.
Nola cruzó el Atlántico en primavera llevando en su mochila
la vergüenza de ser madre soltera y
dejando atrás a un hijo que no quería.
Desde aquella casa
compartida con otros seres tan extranjeros como ella, Nola divisaba una montaña que obligaba a
aullar al viento. Le asustaba su ulular y tenía pesadillas en las que animales
salvajes devoraban al pequeño. Y
así, sin querer, comenzó a quererlo.
Al paso de los años Nola era una mujer más del pueblo y como
a ellas, la tierra le iba robando la tersura de la piel y la energía de los riñones.
Al final de la jornada, mientras dentro se escuchaba la
charla animada de sus compañeros, Nola se
sentaba en el suelo del patio a esperar que el viento llegara, el mismo que
tanto le asustara al principio, se había convertido en su amigo más fiel, y
cada noche, traía a su hijo y lo dejaba caer entre sus brazos poniéndolo a
salvo de las alimañas.
PARTE II
Los surcos de su cara y el rictus de dolor, la condenaban a
ser vieja sin serlo. Trabajaba tanto,
extrañaba de tal modo el sonido de su lengua materna, se fustigaba de tal forma
por sus culpas, que sus arrugas habían enraizado en su alma.
Nola recordaba muy bien cuánto tiempo llevaba en aquella
casa en la que ahora vivía sola. El viento ya
no le traía a su hijo para que lo
meciera en la noche, a cambio, aullaba y repetía: sola, sola, sola… la palabra
más cruel y más triste que jamás oyera, sin embargo, seguía sentándose en el
alfeizar, por si se apiadaba de ella.
Hoy, un coche negro paró delante de su puerta. De él bajó un
hombre joven de piel oscura y piernas largas.
Soy yo, dijo, mientras sacaba unas monedas para pagar
el taxi.
Nola dio un salto felino y acercándose a él, lo olió sin
descanso. Era su cachorro, el que dejó en manos de otros.
El viento haciéndole
un guiño cómplice arrancó de su cabeza el pañuelo colorido.
No lloró, el sol y la culpa habían secado sus ojos.
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