Traduciendo los sentimientos

domingo, 13 de noviembre de 2016

MI CASITA DE VIENTO

PARTE I
Cuando llegó a aquel pueblo polvoriento creyó ahogarse en lágrimas de barro pero no hubo tiempo,  tenía que comenzar a extraer  y colocar lechugas en  cajas que se apilaban interminablemente en su área de trabajo.
Nola cruzó el Atlántico en primavera llevando en su mochila la  vergüenza de ser madre soltera y dejando atrás a un hijo que no quería.
 Desde aquella casa compartida con otros seres tan extranjeros como ella,  Nola divisaba una montaña que obligaba a aullar al viento. Le asustaba su ulular y tenía pesadillas en las que animales salvajes devoraban al pequeño.  Y así,  sin querer, comenzó a quererlo.
Al paso de los años Nola era una mujer más del pueblo y como a ellas, la tierra le iba robando la tersura de la piel y la energía de los riñones.
Al final de la jornada, mientras dentro se escuchaba la charla animada de sus compañeros, Nola  se sentaba en el suelo del patio a esperar que el viento llegara, el mismo que tanto le asustara al principio, se había convertido en su amigo más fiel, y cada noche, traía a su hijo y lo dejaba caer entre sus brazos poniéndolo a salvo de las alimañas.

PARTE II


Los surcos de su cara y el rictus de dolor, la condenaban a ser vieja sin serlo.  Trabajaba tanto, extrañaba de tal modo el sonido de su lengua materna, se fustigaba de tal forma por sus culpas, que sus arrugas habían enraizado en su alma.
Nola recordaba muy bien cuánto tiempo llevaba en aquella casa en la que ahora vivía sola. El viento ya  no  le traía a su hijo para que lo meciera en la noche, a cambio, aullaba y repetía: sola, sola, sola… la palabra más cruel y más triste que jamás oyera, sin embargo, seguía sentándose en el alfeizar,  por si se apiadaba de ella.
Hoy, un coche negro paró delante de su puerta. De él bajó un hombre joven de piel oscura y piernas largas.
 Soy yo,  dijo, mientras sacaba unas monedas para pagar el taxi.
Nola dio un salto felino y acercándose a él, lo olió sin descanso. Era su cachorro, el que dejó en manos de otros.
El viento  haciéndole un guiño cómplice arrancó de su cabeza el pañuelo colorido.
No lloró, el sol y la culpa habían secado sus ojos.
Movió los labios pidiendo a Dios, o al viento, no haberse vuelto loca. 

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