Traduciendo los sentimientos

viernes, 1 de abril de 2011

Un homenaje en vida a los hombres de Fukushima

Y de pronto sus vidas se truncaron y se rompió la monotonía de los días. Bendita monotonía pensaban ahora que se había esfumado por completo. Bajo sus pies todo se cimbreó los suelos se resquebrajaron, las paredes se agrietaron y los techos derrumbados sobre sus cabezas vinieron a poner el colofón a los momentos de pánico. El agua inundó las calles, se metió entre los escombros y arrasó más de una vida que se debatía por proseguir, aferrada a cualquier cosa que pudiera servir de anclaje. Lo peor no quedó ahí, porque fuera, la mole incandescente construida en una zona poco segura amenazaba con devolver como respuesta a tal sacudida una bocanada de humo contaminado de partículas letales. Las personas que hasta ese momento se quejaban de cosas banales, de las que nos quejamos los humanos todos los días, quisieron poder quejarse de lo mismo de siempre, quisieron abrir los ojos por fin y despertar de aquel sueño de niñez en que de pronto caían por un precipicio o de ese otro en que bajaban los veinte escalones de una vez , incitándoles a dar un salto en la cama, pero esta vez, el sueño se eternizaba, el impacto contra el suelo dolía y la escaleras se rompían bajo sus pies dejándolos colgados de la nada.
Algunos hombres, corrieron hacia la boca del monstruo para apagar su sed, trajeron agua fresca de pueblos vecinos para evitar su ira, lo acorralaron para atajar su expansivo movimiento, se quemaron la piel en el destello invisible de luz que provocaba su reacción violenta e incontrolada, expusieron su cuerpo siendo conscientes en todo momento de que en breve éste dejaría de responder a la llamada de la vida.
Mientras y aún siendo testigos de tanto dolor y tanta muerte anunciada, la clase política estará pensando en "representar" un fastuoso homenaje al valor y el honor de esos ciento ochenta hombres que en turnos de cincuenta trabajan sin descanso por el bien de la Tierra.
Sobre la mesa, los informes de la conveniencia o no de instalar o cerrar centrales nucleares, quedarán acallados hasta que la nube ardiente deje de sobrevolar sus cabezas, a sabiendas de que cuando esto ocurra se habrá depositado bajo sus pies, sobre el suelo que nos alimenta, sobre el agua que mitiga nuestra sed.
Sin embargo, hoy, ahora, en este mismo instante el sentimiento de solidaridad para con esos hombres, el deseo de enviar una energía que no tenga nada que ver con la nuclear y que pueda curar sus heridas impresas en sus genes y en su alma generosa es lo que me ha movido a escribir este párrafo como homenaje en vida a los ya conocidos héroes de Fukushima.

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