Siempre
que podía se paraba delante del escaparate. Imaginar qué se escondía detrás de
cada título le proporcionaba un placer inexplicable.
Aquella
tarde la luz del sol incidía de tal modo sobre el cristal que le era imposible
ver algo que no fuera su propio reflejo. Hacía mucho que no se miraba tan de
cerca. El trabajo cotidiano, las responsabilidades familiares y un cafetito
apurado a media tarde, le impedían entretenerse
en la contemplación de su persona. Vio lo ya que intuía, canas, pequeñas
arrugas, cosas tan insustanciales que no pensó que mereciese la pena reparar en
ellas. Se acercó más, quería traspasar la imagen y encontrar la puerta a una
buena historia, sin embargo, se topó de lleno con la profundidad de sus ojos e hipnotizado
se dejó llevar. Un niño corría, esquivando las matas de ortiga y los cardos.
Saltando de piedra en piedra atravesaba un río agotado y maloliente. Por las
picaduras infestas de sus piernas se podría decir que había cruzado el
Amazonas. El sol se puso y el escaparate le devolvió una sonrisa nostálgica. Su
perro de aguas, de ojos de oliva arremetió contra su pierna. Llevaban demasiado
tiempo parados delante de la librería.
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