Me las acercó y me invitó a que me las pusiera. Sus gafas de
montura y cristales, rosa. Pequeñas y estrechas para mi cráneo. Me llevó hasta
la orilla de la mano y nos sentamos muy juntas, esperando que una ola nos
trajera espuma y arena a partes iguales. Entre tanto, cantábamos. Miré al
horizonte y mis ojos detrás de aquellos cristalitos rosáceos, se impregnaron
del vapor de la nostalgia, y vi, nítidamente, que no muy lejos, otros rostros
sonrosados, salpicados de vida y de sal, me habían colmado de dicha.
No me hacía falta el
espejo para ver, que atravesada por la flecha imparable del tiempo, me dolía de
las heridas y las culpas. Pero su voz impaciente y cantarina puso fin al túnel del
pasado, anunciándome lo que ambas esperábamos; una ola que nos tambaleó por
dentro y por fuera. Las gafas salieron despedidas y las dos miramos cómo se
alejaron para luego volver a la orilla. Como mis recuerdos, como la vida. La tomé
en mis brazos y mi beso transcendió el presente. El suyo tenía el sabor de la
dicha. Nos miramos y supimos que las conexiones especiales son inmunes a la
distancia y al tiempo.
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