No se por qué pero al igual que minutos antes caminaba enajenada, sin enterarme prácticamente de lo que ocurría a mi alrededor, ahora, mis cinco sentidos estaban puestos en el suceso y lejos de estar detenida o absorta en la contemplación de la escena, me veía a mi misma como si hubiese abandonado mi cuerpo y pudiera estar en muchas partes, no sólo como observadora sino también sintiendo lo que ocurría en el interior de las personas que allí se encontraban.
La anciana no había sufrido ningún daño, decían, pero en realidad yo veía que estaba sangrando por dentro. Trataba de decírselo a la doctora de urgencias pero ella no parecía verme a mí, le tiraba de la manga, pero tampoco me sentía. Ella, la doctora estaba pensando en la discusión que había tenido con su pareja antes de salir por la mañana de casa, yo podía escuchar claramente las palabras que se repetían dentro de ella y que le llenaban la mirada de sal. Corrí hacia un enfermero, me puse delante de él, sin embargo, pareció no verme y se dio media vuelta para cerrar las puertas de la ambulancia y seguir su recorrido. En cuanto pasen unos minutos y esta mujer se incorpore, no vamos, pensaba. Y yo, seguía de cerca su pensamiento, temiendo que no esperase lo suficiente.
Uno de los policías que aparecía serio y circunspecto estaba deseando terminar con todo aquello y tener tiempo para contarles a sus compañeros una anécdota graciosa relacionada con el sexo que había escuchado en la radio cuando se dirigía al lugar de los hechos. Según vi en el rostro de los otros dos, éste ya les había adelantado algo por lo que esperaban con curiosidad el momento en el que se produjese esta confidencia. Quise hablar con las personas que rodearon desde el principio a la mujer, Dolores, acertó a decir que se llamaba, pero estaban allí porque no tenían mejor cosa que hacer ese día, sólo un señor se había quedado por socorrerla realmente y no porque estuviera aburrido de pasear en ese día que amaneció nublado y que cada vez se estaba poniendo más negro o debería decir, rojo turbio.
De pronto Dolores me miró, se fijó en mi y yo en ella y nos comprendimos enseguida, toqué mi pelo que era castaño y brillante y ella se llevó la mano al suyo. Pasé mi mano por el rostro que empezaban a tener unas pequeñas arrugas alrededor de los ojos, ella frotó los suyos empequeñecidos por el tiempo. Miró mi vestido y pareció asentir sonriente, como si lo reconociera. Yo miré sus piernas que salían de debajo de la falda manchada por el polvo de la carretera y aunque no pareciera lo más adecuado pensé: debió ser una mujer valiosa en su juventud. Me pareció que en ese momento todos me escuchaban porque todas las miradas se volvieron hacia ella, pero no fue ese el motivo, lo supe cuando vi que un hilito de sangre salía de su oído izquierdo, fue entonces cuando a la doctora se le evaporó la sal de las ojeras y cuando el enfermero abrió de nuevo la puerta de la ambulancia, cuando las viandantes aburridos empezaron a dar diversas y disparatadas opiniones sobre el hecho, cuando los policías despejaron la zona y la sonrisa cómplice desapareció de sus labios y de sus ojos.
Una chica de aspecto insalubre que había aprovechado la oportunidad aprovisionándose con algo de la mercancía dulce que transportaba Dolores, se percató de que en el suelo había una pequeño monedero, lo abrió sigilosamente para que nadie se diera cuenta de su acción, se quedó con un billete de veinte euros y el cambio y dejó volar algunos papeles como si tal cosa: un cupón de viernes, la estampa del Cristo del Gran Poder y una foto que quedó boca abajo en el acerado, estaba fechada en mil novecientos cuarenta y ocho. Una ráfaga de viento helado, demasiado helado para ser primavera, elevó la fotografía recorriendo ésta un gran espacio en poco tiempo y yendo a parar a los pies de la doctora, ella la cogió con curiosidad y le dio la vuelta, busqué entonces la mirada de Dolores que seguía absorta en la contemplación de mi vestido con flores ocres y moradas, el mismo vestido con el que posó en la foto que ahora observaba con atención la doctora, después de esto, ella con sus ropajes negros y yo con los míos floridos, cerramos los ojos a la vida en un último aliento sincrónico y tranquilo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario