Traduciendo los sentimientos

domingo, 10 de julio de 2011

QUE NO DIGO YO QUE NO SEA UNA CIUDAD BELLA

Pero será en otra época porque... los días de verano en Sevilla... no los soporto.
Después de vivir en ella treinta años o más, cada nueva estación estival que se sucede soy más consciente del destrozo que hace sobre mi energía vital y mis ánimos esta ciudad de calor insoportable, vacía de sonidos en las mañanas de julio y agosto porque hay muchas personas que pasan el día dormitando al amor del aparato de aire acondicionado que arroja una masa de aire caliente a la calle que incrementa las temperaturas de la atmósfera de forma... ¡qué no se puede soportar, vamos!
Como otras personas, me levanto con la fresquita para dar un paseo, con buena temperatura y con la intención de traer la compra hecha, pero ocurre que el paseo ha terminado y las tiendas aún no están abiertas, sobre todo en algunos barrios que dan los buenos días de las diez en adelante. Si quiero comer temprano y espero invitados, ellos, que llevan una vida adaptada a la estación sevillana, no tienen hambre aún porque acaban de desayunar. Si por la mañana se me olvidó traer botones para ponerlos en el vestido que estoy confeccionando para entretener el tiempo en las tardes espesas y tórridas, entre sobresalto y sobresalto de anuncio televisivo, que no se me vaya ocurrir bajar antes de las siete de la tarde, porque antes... ¿quién es el guapo que abre antes si han dicho en la televisión que hay alerta amarilla o naranja y se va a pasar de los treinta y nueve grados? (pero eso ha sido así toda la vida, que ahora cualquier cosa es una alerta de color intenso)
Cuando ya estoy derrotada, no por el cansancio, que tampoco he hecho grandes cosas, estoy agotada por el aburrimiento que produce la ciudad muerta, el cielo de un monótono azul africano, las hojas de los árboles inamovibles por horas e incluso días, los columpios del parque despidiendo fuego y brillo cegador, en ese momento, más o menos, empiezo, de forma sigilosa, a abrir las ventanas para comprobar que entra un poquito de fresco, pero ocurre que también a esa hora aparecen los primeros niños en el parque, repeinados y mojaditos, se adelantan a sus padres para comenzar los juegos del día...sin darse cuenta de que el día casi ha pasado y está a punto de llegar el siguiente.
Cómo darse cuenta si el sol está y aún pica, aunque la luna esté apareciendo. Un rato más tarde, no mucho más, después de una reconfortante ducha cojo el libro y me dispongo a preparar mi noche veraniega.
Cuando las letras van juntándose y el libro empieza a pesar haciendo un intento de caerse sobre el pecho, lo cierro cuidadosamente y antes de apagar la luz siento el placer que produce ese primer sueño pesado que invade el cuerpo y ralentiza la respiración.
No ha pasado media hora cuando, desvelada y empapada en sudor escucho como en el parque, personas de todas las edades ríen y gritan infinitamente, como si fueran las seis de la tarde.
Cada año se me olvida que tampoco me gustan las noches de verano en Sevilla.
Quizá para el que viene, pruebe en otro lugar.

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