El cuarto
vacío. Sobre la cama la huella de sus cuerpos. En el aire el olor a almizcle.
Con su
desnudez como único vestido bajó las escaleras apresurada para ver si aun podía
darle alcance. Sobre la barandilla, la capa negra de él. En el último peldaño una antifaz con ribete
dorado.
Eso era
todo.
Inquieta y
de puntillas miró a través de las rendijas de la persiana. El viento azotaba
las copas de los árboles y un sol de un tenue anaranjado se despedía en el
horizonte.
El primer
día de la semana por la tarde, llamaron a la puerta. Era él que sintió frío sin la capa y sin sus
besos. Era él que solo iba a cara descubierta en la intimidad y necesitaba su
antifaz.
La imagen de la dama francesa del siglo XVIII
ocupó su cabeza tantos minutos que optó por rendirse a la evidencia de que se
había enamorado de un cuerpo y su voz.
Sin preguntas se sentaron en el borde de la
cama.
Lo miró como si nunca lo hubiese visto.
La besó como un aprendiz.
Se acariciaron
por primera vez y se amaron, esta vez,
sin disfraces.
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